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CAPÍTULO 7. La lucha por la vida.

Juaristi, de nuevo jugando al ratón y al gato con su lector. El título del capítulo, perfecto, pero esta vez, ni siquiera lleva el nombre de una obra de Unamuno. Seguramente es que ha rebuscado entre ésta y no ha encontrada nada mejor que irse a su paisano, a Pío Baroja.

Yo llegué a ver a Baroja paseándose por el Retiro cerca de donde se quedó quieto como estatua de sal lotiana, en lo alto de la cuesta Moyano. En mis otros paseos por el parque, más de una vez me han preguntado por esa estatua. Él debía de haber vivido hacia el final de la calle Alfonso XII.

Este capítulo vale por una novela corta (colección La novela del sábado en la que el propio Baroja participó en alguna ocasión), cuyo protagonista sería Unamuno desde que se doctoró, hasta 1890.

Es el tiempo en que el País Vasco despierta  a la industrialización con un notable aumento demográfico (duplicó su población), la inmigración de castellanos, la aparición de inversores ingleses (♪Un inglés vino a Bilbao / por ver la ría y el mar / y al ver las bilbaínicas, / ya no se quiso marchar♪), la exportación del mineral de hierro procedente de Las Encartaciones y la lucha de todo el mundo por ganarse la vida. Unamuno fue uno de tantos. Con base en su brillante currículo académico se dedicó a dar clases particulares, a opositar a todo lo que se ofreciera y a escribir como periodista.

En su lucha se mezcló un poco de todo:

Su confesa inclinación por el federalismo, que le venía de atrás (de Pi y Margall), le llevó a aspirar a capitanear el federalismo local … el que hizo de la Bilbao del Sexenio una suerte de cantón de Cartagena.

Pero la preparación de oposiciones no le deparó ningún éxito en la política. El capítulo termina con estas afirmaciones dramáticas:

El periodismo se le fue revelando durante esos años bilbaínos no sólo como un medio para darse a conocer o para engrosar sus famélicos ingresos de enseñante, sino como el cauce indispensable para llevar a las mayorías las ideas de las minorías creadoras, pero, al mismo tiempo, fue suscitando en él, larvadamente al principio la inquietud por la disociación entre su persona y su personaje, su ser-para-sí y su ser para los demás, que terminaría por adquirir proporciones neuróticas.

CAPÍTULO 8. La lucha de clases.

Nuevo guiño capitular: No se trata de la lucha por las clases de griego en la Universidad, que las hubo, sino de las marxisto-spencerianas (Mark & Spencer, los grandes almacenes londinenses que Juaristi cuela con mucha gracia), que en Vizcaya mantenían los pobres mineros pozanos de las Encartaciones,  con los ricos capitalistas del Ensanche bilbaíno que veían cómo se depreciaba el hierro en los mercados europeos.

Resultado, la huelga general de 1890. Unamuno, que había tomado partido por los socialistas, escribía:

Estos señoritos burgueses que se emborrachan en el Suizo no dejan de hacer epigramas contra los pobres obreros porque concurren a la taberna. Ya se sabe lo que son las minas, cuatro millonarios explotando vilmente a un rebaño de esclavos. Todo el mundo (menos los empresarios) clama por los obreros, víctimas de una explotación inicua.

Su interés por el movimiento obrero fue creciendo, y enfriándose los entusiasmos por el federalismo.  

En enero de 1891 Miguel se casa con Concha y en mayo se presenta en Madrid ante el tribunal de provisión de cátedra de griego para la Universidad de Salamanca. Aprueba y, en julio, toma posesión de su plaza. Había presidido el tribunal Menéndez Pelayo; Juan Valera fue uno de los vocales.

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