Hay otra estirpe de locos a los que Erasmo denomina alquimistas. Yo ruego al lector que donde la Locura mete al alquimista, él ponga inventor. A lo largo de mi vida profesional me he encontrado con muchos inventores locos y,  desgraciadamente, con pocos inventores  fecundos. Estos dos tipos de inventores comparten una cosa: la locura. Pero a diferencia del fecundo que la retiene sólo en el grado mínimo imprescindible para poderse llamar inventor (se nutre además de sentido común y ciencia), el inventor-loco no guarda en su haber más que eso, la locura.


     Yo he tropezado con “inventores del oro” (trasunto cierto del alquimista de Erasmo) y con inventores de artificios mecánicos que desafiaban el Principio de Arquímedes. Por añadidura están las medallas de Bruselas y de Ginebra  que tanto hacen para mantener encendida la llama de la Locura.


     El inventor tiene mala imagen porque pretende convertir en riqueza su idea a costa de todo, incluso a costa de las leyes de la naturaleza.


     El inventor loco piensa que con su idea va a redimir la tierra; con ella se va a hacer multimillonario y, además, todo es muy sencillo y tiene garantizado el éxito. Nadie le da facilidades porque le temen, le envidian y pretenden apoderarse de su riqueza (aunque aún no la haya alcanzado). Además, todos los otros son unos irresponsables ignorantes. O lo que es peor aún: son unos listos que, seguros del perjuicio que les va a causar el invento en sus propios negocios, lo boicotean y se las arreglan por medio de sus abogados y su posición privilegiada de gran empresa para evitar los efectos de unas patentes que aún no existen (porque patentar es muy caro y sólo se lo pueden permitir los grupos dominantes).


     Pero veamos lo que dice la Locura:


Con otros locos figuran, en mi opinión, los que, por medios desconocidos y misteriosos de una nueva ciencia, pretenden cambiar la naturaleza de las cosas y persiguen por mar y por tierra no sé qué quimera. Hablo de los alquimistas. La esperanza los cautiva tan bien, que nada les asusta, ni los trabajos, ni los gastos; buscan sin descanso algún invento que les ayude a engañarse a sí mismos, y esto dura hasta que, habiendo fundido su fortuna en los crisoles, ya no tienen ni para hacer un mal hornillo. Acusan entonces a la brevedad de la vida que no les permite finalizar una obra tan vasta.


     En definitiva resulta que los inventores locos tienen algo en común con los humanos cuerdos: y es que, de sus desdichas tienen la culpa otras personas (o circunstancias), y no ellos. Es lo que le pasaba a Don Quijote, que de todos sus supuestos maleficios culpaba siempre a sus enemigos encantadores que le tenían enfilado: Jamás había de reparar en las advertencias de Sancho.


     La Locura continúa con su catálogo que, por lo demás, vemos qué bien actualizado resulta hoy en día.


     Los jugadores, hoy subyugados por el reflejo condicionado de la música de las traga-perras, se engañan a sí mismos y pretenden engañar a los demás con nuevas deudas que esperan les salven de la quiebra total en una espiral que no suele ir muy lejos gracias a que la mentira tiene las patas cortas.


     La esperanza, virtud al alcance de todos, es alimento de locos tontos (los que piden a crédito con el aval del gordo que les va a tocar) y de locos pasados de listos (los que hacen más participaciones de lotería que las debidas en la esperanza de que no va a tocar; yo sé que al menos una vez, tocó!).


     Hoy los sacerdotes ya no se hacen de oro con relatos ficticios, pero han cedido su lugar a los autores de best seller y a los productores de películas taquilleras. Las ficciones que venden captan la voluntad de los jóvenes que quedan a disposición de los autores que los esperan en la madurez con nuevas ediciones.


     ¿Y qué decir de los adivinos, los habilidosos de la cartomancia que engatusan al personal hasta en programas de televisión? Para no pasar por primos ante sus conocidos, las víctimas dicen entregarse a ellos por diversión y sin fe, cosa que no importa al adivino que gustoso les saca los cuartos de todas formas.


No sé si puedo admitir a los jugadores entre los nuestros. Sin embargo, ¿hay un espectáculo más tonto y más ridículo que contemplar a un grupo de personas de tal modo apasionadas, que, con el sonido de los dados, el corazón les palpita y les quiere saltar del pecho? Embriagados por las promesas de esa sirena llamada esperanza, encallan su barco contra un escollo más terrible que el cabo más abrupto, y cuando con gran esfuerzo se han retirado del naufragio, completamente desnudos, engañan a todos sus acreedores.


     Mas he aquí otros, que seguramente son de los nuestros. Quiero hablar ahora de los que se complacen, ya sea en oír, ya sea en referir milagros y mentiras monstruosas. Estos no se cansan de escuchar las historias más extrañas acerca de los espectros, de los aparecidos, de los duendes, de los infiernos y de otras mil maravillas del mismo jaez. Cuanto más se alejan estos relatos de la verdad, más crédito les dan las gentes y con mayor placer los escuchan. Estos cuentos no contribuyen solamente a matar el tiempo de una manera amena, sino que, además, son motivo de ganancia, principalmente para los sacerdotes y conferenciantes.


     Y, ¿Qué decir de aquellos que, basándose en signos mágicos y en oraciones que un compositor ha imaginado para reírse de ellos y sacarles de paso el dinero, se lo prometen todo, riquezas, honores, placeres, buena mesa, salud, larga vida, verde vejez, y en fin, un lugar en el cielo al lado de Dios? Cierto es que esta última ventaja no la quieren sino lo más tarde posible, es decir, cuando con gran pesar suyo, los abandonan los placeres de este mundo, a los que se agarran con todas sus fuerzas; entonces, y sólo entonces quieren sustituir las voluptuosidades de la tierra con las del cielo.


     La Locura no deja títere con cabeza, y así, delata a quienes mezclan la superstición con las virtudes de los santos, las limosnas y oraciones con las garantías indulgentes para seguir pecando, y un largo etc. ¿Quién no ha visto alguna vez una de esas ermitas apartadas, concitadoras de veneración y agradecimiento de las gentes sencillas que acuden a ellas diligentes a ofrecer sus exvotos en acción de gracias?


     Hoy ya no se compran por cuaresma las Bulas indulgentes de antaño, pero se puede ver aparecer a algún flamante Presidente de Gobierno acercarse con unas flores al lugar de la desgracia que por azar coincidió con su ascensión milagrosamente democrática.


     Sigue diciendo la Locura:


… Y estas locuras de las que yo misma casi me avergüenzo son aprobadas, no sólo por el público, sino por los que predican la religión.


     Y, ¿Qué se pide a esos santos sino cosas que tienen íntima relación con la locura? Entre los muchos exvotos colgados de los muros y hasta de las bóvedas de ciertos templos, ¿veis alguno ofrecido en reconocimiento de la curación de alguna locura o de la adquisición de un gramo de sabiduría? ni por casualidad. Un náufrago se ha salvado a nado; un soldado ha sobrevivido a sus heridas, etc. etc.


     Todo esto está bien, pero no se ve ni uno solo que dé las gracias por haberse curado de la locura. Es, pues, necesario que haya un encanto cierto en la ausencia de razón, ya que los mortales hacen votos por haberse preservado de todo, menos de la locura.


     Tengo yo un amigo que piensa que al cuerpo que la muerte entrega a sus supervivientes no hemos de darle más importancia que la que damos a los restos de nuestras uñas cuando nos las cortamos … Pues veamos lo que opina Erasmo, su compañero en religión (aunque de distinta orden), sobre el entorno de la muerte.


     

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