En igual grado de locura debemos colocar también a esos que en vida preparan minuciosamente la pompa de sus funerales, sin descuidar el más pequeño ritual, fijando el número de hachones, de cantores y de plañideras. Todo está previsto, como si debieran gozar personalmente de tanto boato, o como si los muertos se avergonzaran de ver sepultar pobremente sus cadáveres.

                           

                     Quevedo fue famoso en su tiempo pero vivió y murió austeramente. Estaba en sus últimos

                     momentos, y los de su entorno ya se ocupaban del boato de sus exequias; le pidieron

                     entre otras cosas que dejase algún dinero para los músicos que habían de participar.

                     Su respuesta: “La música páguela quien la oyere”.


     No deja la Locura sin una cita a toda otra serie de locos alimentados por su amor propio:

     Los que se creen superiores por herencia de sangre, de apellido, de nación, o como ahora se dice, de RH.

     Los que no necesitan que sean otros quienes les reconozcan sus méritos y se bastan y sobran para valorárselos (sobre todo los que no tienen).

     Los habilidosos para utilizar en su propio provecho las habilidades de los demás.

     Los cultivadores de las Bellas Artes:


Su amor propio es innato en ellos de tal modo, que antes los veríamos renunciar a su patrimonio que a su genio. En ellos, pero sobre todo entre los actores, músicos, oradores y poetas, el orgullo, la jactancia y el desprecio están en razón directa de la ignorancia. Esto no les impide encontrar calzado que venga justo a sus pies, porque cuanto peor es una cosa, más admiración encuentra. Lo tonto gusta siempre, por la sencilla razón de que los hombres, como ya lo tengo dicho, obedecen a la Locura. Por lo tanto, si los más imbéciles son los más satisfechos de sí mismos y los más admirados, ¿no es una evidente estupidez preferir la verdadera sabiduría, que nos cuesta tan cara, nos vuelve enojosos y tímidos y por último encuentra tan escasos apreciadores?


     Los hipócritas aduladores (el amor propio consiste en acariciarse uno a sí mismo y la adulación en acariciar a otro -pasarle la mano por el lomo, solemos decir-). Sin embargo, la Locura sostiene:


La adulación que me es propia surge de un corazón bueno y cándido y es mucho más vecina a la virtud que esa rudeza tan opuesta a ella. Ella levanta los ánimos abatidos, consuela la tristeza, estimula la languidez, desarma la cólera, hace que nazcan y duren las amistades, inspira a los niños el gusto por el estudio, desarruga el ceño de los viejos, y, bajo el disfraz de la lisonja, da consejos y alecciona a los príncipes sin ofenderlos. En suma, ella hace al hombre más agradable y querido para sí mismo, lo cual constituye la mejor dicha a que se puede aspirar.


     Algo parecido señala la Locura en relación con la verdad y la mentira. La verdad es, valga la redundancia, que no podemos conocer la verdad; a lo sumo, nos alimentamos de verdades … y por tanto, de mentiras, así que no es tan malo convivir con éstas.


     En otro orden de cosas, la Locura recaba para sí una conducta y un consiguiente resultado para los humanos mucho más práctico y positivo que el que estos pueden esperar, por ejemplo, de Baco, Venus, Mercurio, Marte, e incluso Júpiter. Todos los dioses son veleidosos e inconsistentes a la hora de repartir sus favores. En cambio, la Locura dice de sí misma:


Soy la única que doy a todos, indistintamente, mis beneficios. Yo no exijo de vosotros voto alguno; yo no me encolerizo ni solicito expiaciones si se omite algún rito de mi culto. Yo no soy una diosa capaz de trastornar cielos y tierra porque alguien, invitando a otras divinidades, me deje olvidada en mi casa y no me invite a percibir el olor de las víctimas. Los otros dioses son tan quisquillosos sobre este tema, que casi es preferible y mucho más seguro no hacerles caso que honrarlos. Se parecen a esas personas de un humor tan malo y tan agrio, de las que vale más ser sus enemigos que sus amigos.


     Ya vemos lo poco afecta que es la Locura a los ritos reglados, pero veamos lo que dice de las divinidades:


Me diréis vosotros: “La locura no tiene templos y nadie le ofrece sacrificios”. Os he dicho ya que esta ingratitud me causa un singular asombro. Pero, como yo soy buena, no me ofendo y ni siquiera deseo tales homenajes. ¿Para qué pedir un grano de incienso cuando en todas partes todos los mortales me rinden el culto interno, que los mismos teólogos reconocen como el mejor? Me doy por satisfecha y me siento honrada viendo que todo el mundo me lleva en su corazón y me imita en su conducta y se me parece en su vida. Este género de culto no se encuentra siempre entre los cristianos. ¿No vemos a muchos de estos ofrecer a la Virgen, madre de Dios, en pleno día, una pequeña vela que para nada le sirve? En cambio, ¿vemos a muchos esforzarse por imitarla en su castidad, en su modestia y en su amor por las cosas celestiales? Además, para qué voy a querer yo un templo? ¿Acaso el universo entero no es para mí el más hermoso de todos los templos? Donde yo no tengo devotos no hay hombres. Todavía no soy lo bastante loca como para desear que se me erijan estatuas y miserables imágenes; con esto saldría perdiendo, porque la gran mayoría de los hombres, grosera, y estúpidamente, adora casi siempre la imagen de Dios, en vez de orar al mismo Dios. Yo pienso que se me han levantado tantas estatuas como mortales hay, porque estos llevan sobre sus rostros mi viva imagen, tanto si quieren como si no quieren.


     Como bien recalca la Locura, sería interminable una revista a todas las condiciones sociales para apreciar sus locas y divertidas ejecutorias. Así, a modo de un diablo cojuelo, se asoma por un agujero del cielo y ve algo como esto: pasiones encendidas en el desamor, el dinero o los celos; hipocresías de deudos enlutados; glotonerías que conducen al sepulcro; vagancia e indolencia presumida; entremetimientos sin venir a qué; riquezas ficticias; mendigos que enriquecen a sus herederos; los que por una ganancia problemática y nimia, ponen a riesgo sus vidas; el guerrero aventurero que busca al final el reposo que abandonó al principio; los timadores timados …


Infinitos son los que se meten en largos procesos y luchan solo para enriquecer a un juez amigo de las tasas y a un abogado que se los come vivos.


     Están también


esos devotos personajes que abandonan casa, mujer e hijos, para peregrinar a Jerusalén, Roma o Santiago, donde no tienen nada que hacer …


     Hasta aquí ha transcurrido sólo medio libro. La otra mitad la reserva Erasmo para esta otra nómina de protegidos de la Locura: maestros, filósofos, teólogos, frailes, predicadores, príncipes, reyes, cortesanos, sumos pontífices, cardenales, obispos, las Sagradas Escrituras (Salomón: yo soy el más loco de los hombres; san Pablo: hablo a lo loco, porque lo soy más que nadie). Y por fin termina con su rasgo más característico, el humor:


Creo que me estoy excediendo en mi disertación y que estoy pasando los límites razonables. Si pensáis que he disparatado o hablado en exceso, acordaos de que soy la Locura, y mujer … Sin embargo, acordaos también del sabio proverbio griego: “el loco habla a veces con cordura”.


     Ya veo que estáis esperando una conclusión, pero ¡qué locos sois si os creéis que me acuerdo de una sola palabra de todo el discurso que os acabo de soltar … !


     Por mi parte yo no me resigno a terminar sin sacar mi propia conclusión: Difícil es la condición humana que lleva a que el hombre no debe tomar a su semejante ni en serio, ni en broma.


     No debe tomar en serio sus locuras, pero tampoco se puede tomar a broma al loco so pena de degradarle de su condición de hombre.



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