Llevando adelante su argumentación, Erasmo no tiene otro remedio que identificar locura y placer: identificación “muy razonable”. Si no fuera por alguna gota de placer, los días se reducirían a lapsos de tiempo tristes, monótonos y llenos de enojosos disgustos.


     Si hay alguien que simboliza la búsqueda del placer por el placer, ése es el niño. Y esto lo admiten, alaban y estimulan los sesudos adultos, incluso con desmedida complacencia. Llegamos a decir que los niños y los locos dicen las verdades: luego los niños son una especie de locos bien amados de las personas normales.


¿Me queréis decir, si gustáis, de dónde nace este encanto, sino de esa aureola de locura con la que la prudente Naturaleza ha adornado la frente de los recién nacidos, a fin de que puedan pagar con placer los cuidados de quienes los atienden, y conquistar por medio de su amabilidad la protección que les es indispensable?


     Y qué decir de la juventud? Lo que la hace atractiva es precisamente la locura que la acompaña: “¡Seamos razonables, busquemos lo imposible!”, era el lema de los jóvenes del 68 francés. Algo así como admitir que los jóvenes han de estar un poco locos (que se salgan un tanto de la normalidad), pues de lo contrario, la sociedad, andando siempre por el mismo carril, no progresaría.


     Veamos lo que opina la Locura de la vejez. Suele hacer la locura unos milagros que la gente normal no entiende. Se estaba muriendo un viejo cuando ocurrió la muerte de uno de sus amigos. Los familiares de aquel decidieron ocultarle la noticia para que no se inquietara. Pero alguien, desapercibido, se fue de la lengua. Contra todo pronóstico el viejo se llenó de alegría. Nadie supo si el contento venía de que no le había tocado a él, de que realmente se alegraba por su amigo que así terminaba sus sufrimientos, o porque anhelara el fin de los propios y así lo intuía más próximo.


     Otro milagro es el de la aproximación de los viejos caducos a los niños emergentes: ¿Hay algo más conmovedor que un viejo con dodotis? El milagroso paralelismo es asombroso: El niño surge a la vida con la ayuda de los vivos que le acompañan para que nazca. Al viejo moribundo le acompañan otros vivos a morir, que es nacer a otra vida incomprensible pero cierta para quienes así lo creen.


A medida que los humanos se apartan de mí, la vida se aparta también de ellos y muy pronto dan en la refunfuñadora senilidad, en esa edad importuna para sí misma y para los demás, edad insoportable para los hijos de Adán, si todavía allí no acudiera yo en su socorro. Al igual que los dioses de los antiguos poemas, que en los peligros extremos salvaban a sus protegidos mediante la metamorfosis, así también yo, en lo que puedo, torno a la infancia al anciano que ya se inclina hacia el sepulcro. Por esta razón suele decirse por ahí que la vejez es como una segunda infancia.

Cuanto más avanza el hombre hacia su fin, más se confirma el parecido, de tal manera que, igual al niño, el viejo se va al otro mundo sin sentir la vida que deja y sin temer a la muerte.


     La locura tiene siempre algo que decir a todo el mundo: amablemente, además. Ya vimos cómo se metía con los sesudos filósofos. Veamos qué dice ahora a las mujeres.


     Si la frontera entre locura y cordura puede ser muy sutil en términos generales, en el caso particular de la mujer rebasa todo límite. Recuerdo que siendo yo niño, en el pueblo donde vivía había dos locos oficiales: el hijo del farista y Celina la loca. Dudo si al primero (que no se dejaba ver por el pueblo) no le vendría su mal de una mezcla de claustrofobia y agorafobia. La imagen que conservo de Celina, en cambio, es la de una mujer rubia, alegre, con desenvoltura y simpatía, que se sentía por encima de lo que la rodeaba y que menudeaba por todas partes. Vamos, que hoy habría pasado, aparentemente, por una chica de lo más normal. A mayor abundamiento vestía de forma desenvuelta (bueno, no tanto como hoy se desenvuelven las mujeres de sus ropajes), y si alguien se lo reprochaba, ella respondía: Bah! lo que se han de comer los gusanos, que lo disfruten los humanos!


     No sé si la histeria, enfermedad nerviosa crónica, más frecuente en la mujer que en el hombre, puede ser tenida como parienta cercana de la locura. Lo que está claro es que su nombre deriva del atributo femenino por excelencia: la matriz, que en griego se llama histera.


La mujer es siempre mujer; es decir, loca, se disfrace como se disfrace. Mas yo no creo que las mujeres sean tan locas que se disgusten porque yo les reproche su locura, yo, que soy también mujer y además la misma locura personificada. Mirando bien las cosas, ¿no deben ellas a la locura el ser mucho más felices que los hombres? En primer lugar, tienen el privilegio de la belleza, que con razón ponen por encima de todo, y que les permite tiranizar a los propios tiranos.


Por lo tanto hay que confesar, que la locura es la mejor recomendación de las mujeres para con los hombres. Además, estos se lo permiten todo a cambio de la voluptuosidad. Y la voluptuosidad, ¿no es acaso la Locura? Nadie, ninguno habrá que me contradiga por poco que haya pensado en las tonterías que dice y hace un hombre cuando el deseo de amor lo espolea.


     La locura reparte su juego no sólo entre los hombres y las mujeres como tales, sino a todo género de colectivos. ¿No hablamos a veces de la “locura colectiva?” Veamos en qué términos se refiere a los festejadores:


Os he mostrado cual es la fuente del mayor placer de la vida. Pero hay gentes, particularmente entre los ancianos, más enamorados de la botella que de las mujeres, los cuales encuentran la dicha en el fondo de un vaso o en la mesa. No deslindaré, como ciertos autores, si un ágape sin mujeres puede tener algún encanto; pero lo que sostengo es que será ciertamente insípido si le falta la razón de la Locura. Me remito a la siguiente prueba: si entre los convidados a un festín no se encuentra cuando menos uno capaz de alegrarlos con su locura propia o artificial, se pagará a algún bufón o se invitará a algún ridículo parásito que sepa ahuyentar el silencio y la tristeza lejos de los bebedores a fuerza de tonterías absurdas, es decir, locas.


     Ahora recuerdo las “cenas de trabajo” de hace ya muchos años en Valladolid, en un pequeño restaurante (no tenía más de cuatro o cinco mesas pero una excelente aunque sencilla cocina). A la sobremesa, el dueño hacía venir a un gitano muy simpático cuyo trabajo consistía en recoger los platos y la cocina en beneficio de aquel, y en contar chistes y cantar para los comensales.


     Asimismo son típicos los restaurantes para turistas que tienen su arreglo con alguna tuna universitaria a fin de que hacia los postres caigan a llenar el ambiente de animados sones y cabriolas.


¿O es que siempre se va a llenar la panza de exquisitos platos y de golosinas de toda clase, y los ojos y los oídos no van a tomar parte en la fiesta? ¿Y las risas, los juegos y las bromas, no estarán en el festín? Yo no quiero tolerar semejante laguna. Por esta causa dispongo cuidadosamente otro género de servicio. ¿Son quizá los siete sabios de Grecia los que han inventado todas las alegres ceremonias que se celebran alrededor de la mesa? ¿Son ellos los que os han enseñado a jugar para elegir al rey del festín, a brindar, a cantar y beber, a danzar y divertiros? No son ellos, no; yo inventé todas esas cosas para la salud de la humanidad. La vida está hecha de tal manera, que cuanta más locura se pone en ella, más se vive; la tristeza es la muerte. Lo repito una vez más: sin los placeres que proporciono, no hay nada más triste que la existencia.


     La locura tiene además el acierto de repartir su sal debidamente dosificada, no como los empleados del Ayuntamiento que la dispensan a granel en vísperas de nevada. Al que le gusta la sal gorda, toma sal gorda! Es de ver lo bien que se lo pasa la gente sencilla en las bodas “de alfanje” (esas en las que la tarta nupcial se corta con un enorme alfanje como caído del cielo en medio de  efectos especiales). Que si se subastan las bragas de la novia cortadas en trocitos a la vista de los invitados, que si los travestis, que si llega el chico de rojo de la telepizza por si al final, ya todos ahítos, alguien se ha quedado con hambre (esto, particularmente, es de mucho efecto)…


     Recuerdo que un día de 1952, al salir de clase por la tarde, unos cuantos compañeros nos fuimos a ver “Bienvenido Mr. Marshall” a un cine de estreno de la calle Fuencarral. Mi risa era tan escandalosa e incesante que avergonzaba a mis amigos y a los vecinos de ocasión: este tío está loco!, oí que alguien decía.


     La locura continúa alardeando de su dominio sobre otros ámbitos. Así, aprovecha la ceguera de Cupido para extenderla al amor de amistad e incluso al de benevolencia: el padre que adora al hijo cuyos defectos, notables a todo el mundo, le pasan desapercibidos; el amante que siente algo tan especial por la verruga con que su amada está condecorada en tal sitio (habrá que recordar la bella y célebre canción mejicana “cielito lindo”?).


     

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