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Es decir, no atinaba con la mejor forma de hacer amigos, pero

le venía al pelo tal actitud en su faceta de predicador laico, ante unos públicos secularizados que añoraban inconscientemente el flagelo de los sermones dominicales. Unamuno fue adaptándose gradualmente a esa figura vistiendo trajes rigurosamente negros, con chalecos abotonados hasta el cuello por el que asomaban las puntas blancas de la camisa, dándole así un aspecto que recordaba al de los clérigos protestantes.

Unamuno no se conformaba con enrabietar a los estudiantes, a sus colegas y a sus lectores. Es que hacía lo mismo si le invitaban a ser mantenedor de unos juegos florales en Bilbao o en Cartagena. A los bilbaínos

les recriminó su antimaquetismo; les instó a dejarse de remilgos aldeanos, a abandonar de una vez el vascuence y a hablar el castellano, lengua de la nación, y arremetió contra el catolicismo integrista de los bizkaitarras. Cosechó muchos más abucheos que aplausos. Se volvió hacia la reina de los juegos florales y la abroncó por el mal gusto ostentoso de su vestimenta, tan reñido con la austera elegancia tradicional de la mujer bilbaína.

La pobre chica rompió a llorar y la ceremonia terminó en tumulto.

En Cartagena la cosa transcurrió de manera más aceptable. Se ve que la experiencia de Bilbao debió surtir su efecto. Sin embargo Unamuno se desquitó a gusto en una carta a un amigo

tronando contra la ñoñería acaramelada de las damas cartageneras y la cursilería del vestido de la reina de los juegos.

Otra era la trifulca continua que se traía Unamuno con el obispo de Salamanca; éste le puso firmes y en adelante, el rector anduvo con mucho tiento en una ciudad tan levítica como era Salamanca. Josep Pla también decía que Gerona lo era.

Lo que está claro es que Unamuno no tenía nada de diplomático. Nunca habría engrosado la abultada lista de vascos que tradicionalmente han nutrido la nómina del Servicio Exterior de los gobiernos de España (ahora mismo, 3-2020 tenemos una vasca de Ministra de Asuntos Exteriores).

La actitud de Unamuno hacia el catolicismo jamás se desprendió de una enorme ambigüedad. Por un lado, está su abierto rechazo a los dogmas y a la autoridad doctrinal de la jerarquía eclesiástica; por otro, su añoranza de la fe sencilla, la <<fe del carbonero>>.

En 1953, el obispo de Las Palmas publicó una carta pastoral titulada Don Miguel de Unamuno, hereje máximo y maestro de herejes. En 1957 el Santo Oficio incluía Del sentimiento trágico de la vida y La agonía del cristianismo en el Índice de libros prohibidos a los fieles católicos.

Al comienzo del  libro se habla del campo vacío a propósito del espacio rural que rodeaba a la villa de Bilbao. Ahora las cosas han cambiado de tiempo y de lugar. Estamos en la ciudad de Salamanca rodeada de un campo sin trabajo ni futuro para sus habitantes.

Los vecinos del pueblo salmantino de Boada escribieron una carta al presidente de la República Argentina pidiendo que los acogiera a todos en su país.

Maeztu los acusaba de cobardes y antipatriotas.

Unamuno se dedicó en sus mítines a defender la emigración como un deber incluso patriótico recordando lo fecunda que había sido en la economía de las provincias del norte la acción de los indianos que habían invertido sus riquezas en la mejora de sus pueblos natales.

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