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QUIÉN hay detrás

QUÉ hay detrás

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Pgs. 1    2    3    4     

El murciano era de pequeña estatura, un poco cargado de espaldas, muy moreno, barbilampiño, narigón, orejudo y picado de viruelas. En cambio, su boca era regular y su dentadura inmejorable. Dijérase que sólo la corteza de aquel hombre era tosca y fea; que tan pronto como empezaba a penetrarse dentro de él aparecían sus perfecciones, y que estas perfecciones principiaban en los dientes. Luego venía la voz, vibrante, elástica, atractiva; varonil y grave algunas veces, dulce y melosa cuando pedía algo, y siempre difícil de resistir. Llegaba después lo que aquella voz decía: todo oportuno, discreto, ingenioso, persuasivo... Y, por último, en su alma había valor, lealtad, honradez, sentido común, deseo de saber y conocimientos instintivos o empíricos de muchas cosas, profundo desdén a los necios, cualquiera que fuese su categoría social, y cierto espíritu de ironía, de burla y de sarcasmo, que le hacían pasar por un don Francisco de Quevedo en bruto.>

Mientras se seca la pintura de los cuadros recién pintados, P. A. de Alarcón nos cuenta lo mucho que se querían y cómo confiaban el uno en el otro, sin límites, ambos cónyuges molineros. Se querían con naturalidad, franqueza y alegría de vivir juntos a pesar de no tener hijos. Vivían el uno para el otro con recíproco agrado, sin aspavientos y sin apartarse de la realidad que compartían.


Además de la huerta, en el lugar había un estanque donde se bañaban sus dueños en verano, un invernadero, una fuente de agua potable, un alojamiento para las dos burras que utilizaban para ir a la ciudad o a los pueblos vecinos, gallinero, palomar, pajarera, criadero de peces, de gusanos de seda, colmenas, lagar con bodega, horno, telar, fragua, taller de carpintería… Total, 2 fanegas de tierra equivalentes a un cuadrado de 114 m de lado. ¡Caray con el patrimonio con que P. A. de Alarcón había dotado al obispo muerto!


Falta que nuestro autor nos retrate al tercero en discordia, el tercer vértice del triángulo, que no era otro que el señor Corregidor de la ciudad; habitaba en ella y estaba casado. Había nacido en Madrid hacía 55 años. Picasso lo pintó con la vara de mando como símbolo de la autoridad que representaba.


<Con su descomunal sombrero de tres picos y su grotesco donaire era una especie de caricatura retrospectiva de su poder. Era cargado de espaldas..., todavía más cargado de espaldas que el molinero, casi jorobado, por decirlo de una vez; de estatura menos que mediana; endeblillo; de mala salud; con las piernas arqueadas y una manera de andar sui generis (balanceándose de un lado a otro y de atrás hacia adelante), que sólo se puede describir con la absurda fórmula de que parecía cojo de los dos pies. En cambio, su rostro era regular, aunque ya bastante arrugado por la falta absoluta de dientes y muelas; moreno verdoso, como el de casi todos los hijos de las Castillas; con grandes ojos oscuros, en que relampagueaban la cólera, el despotismo y la lujuria; con finas y traviesas facciones, que no tenían la expresión del valor personal, pero sí la de una malicia artera capaz de todo, y con cierto aire de satisfacción, medio aristocrático, medio libertino, que revelaba que aquel hombre habría sido, en su remota juventud, muy agradable y acepto a las mujeres, no obstante sus piernas y su joroba.>


Ya tenemos bien retratados a los tres protagonistas de la obra; nos falta pedir a nuestro retratista que nos pinte a dos personajes secundarios que complementan en importancia a los principales. Se trata de la señora Corregidora y del alguacil que era la negra sombra de su vistoso amo el Corregidor. Nótese que un Corregidor era el representante del rey con amplios poderes en una provincia, entre ellos los de velar por el buen funcionamiento de las alcaldías que en ella existieran.

<El alguacil se llamaba Garduña, y era la propia estampa de su nombre. Flaco, agilísimo; mirando adelante y atrás y a derecha e izquierda al propio tiempo que andaba; de largo cuello; de diminuto y repugnante rostro, y con dos manos como dos manojos de disciplinas, parecía juntamente un hurón en busca de criminales, la cuerda que había de atarlos, y el instrumento destinado a su castigo.

Tenía cuarenta y ocho años, y llevaba sombrero de tres picos, mucho más pequeño que el de su señor, capa negra como las medias y todo el traje, bastón sin borlas, y una especie de asador espalda.>

La Corregidora

<Érase una principalísima dama, bastante joven todavía, de plácida y severa hermosura, más propia del pincel cristiano que del cincel gentílico, y estaba vestida con toda la nobleza y seriedad que consentía el gusto de la época. Su traje, de corta y estrecha falda y mangas huecas y subidas, era de alepín negro: una pañoleta de blonda blanca, algo amarillenta, velaba sus admirables hombros, y larguísimos maniquetes o mitones de tul negro cubrían la mayor parte de sus alabastrinos brazos. Abanicábase majestuosamente con un pericón enorme, traído de las islas Filipinas, y empuñaba con la otra mano un pañuelo de encaje, cuyos cuatro picos colgaban simétricamente con una regularidad sólo comparable a la de su actitud y menores movimientos.

Aquella hermosa mujer tenía algo de reina y mucho de abadesa, e infundía por ende veneración y miedo a cuantos miraban el atildamiento de su traje y la gravedad de su continente.

Su familia, por razones de vanidad mundana, le había inducido a casarse con el viejo y acaudalado Corregidor, y ella, que de otro modo hubiera sido monja, pues su vocación natural la iba llevando al claustro, consintió en aquel doloroso sacrificio.

A la sazón tenía ya dos vástagos del arriscado madrileño, y aún se susurraba que había otra vez moros en la costa...>

Ya disponemos de la materia prima de lo que pasó según nos lo cuenta P. A. de Alarcón en su novela, plagado de suspense y de inteligentes humoradas. Yo, por abreviar, voy a saltarme el suspense y a contar las cosas tal como iban sucediendo.


A la hora de la siesta, una tarde se presenta en el molino, el Corregidor solo, con la intención de seducir a la molinera. Está ésta bajo el parral dedicada a preparar todo lo necesario para recibir con el decoro debido a los visitantes que se esperan para más tarde. Su marido está trasconejado en lo alto del parral escogiendo los racimos mejores para obsequiar luego a sus huéspedes.


En ese momento aparece el Corregidor saludando a la molinera; a partir de ese instante se establece un dialogo de lo más pintoresco entre los dos. Él se asegura de que ambos están solos (mi marido se queda dormido en cualquier sitio donde le pille la hora de la siesta, le dice ella; lo que calla es que está encima de los dos escuchando la conversación oculto arriba tras los pámpanos).


Sentada ella a cortísima distancia del Corregidor escucha atenta la declaración de amor que él le hace. Le sigue la corriente anunciándole que ella también lo quiere a él pero que, de momento lo que quiere es que nombre secretario del Ayuntamiento de la ciudad a un sobrino suyo que tiene en Estella, que es un hombre de bien y muy guapo.


Él se queda descolocado, pero al final reacciona pensando que por ese precio puede conseguir dar un paso más hacia la bella navarra. Otro trompazo:

< el Corregidor trató de apoderarse del brazo desnudo que la molinera le estaba refregando materialmente por los ojos; pero ésta, sin descomponerse, extendió la mano, tocó el pecho de Su Señoría con la pacífica violencia e incontrastable rigidez de la trompa de un elefante, y lo tiró de espaldas con silla y todo.

-¡Ave María Purísima! -exclamó entonces la navarra, riéndose a más no poder-. Por lo visto, esa silla estaba rota...