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Título: EL OLVIDO QUE SEREMOS


Autor: Héctor Abad Faciolince. Medellín, Colombia, 1958. Escritor, editor, crítico literario, periodista. Autor de Angosta, Asuntos de un hidalgo disoluto, Fragmentos de amor furtivo, Basura … Premios: “Casa de América Latina de Portugal”; a la mejor novela extranjera del año en China; “Simón Bolívar de Periodismo de Opinión”; “Nacional de Cuento”; “Casa de América de Narrativa Innovadora”.


Editorial Seix Barral 2011.


274 páginas.




Extraordinario libro de testimonio, sin nada de ficción. Testimonio de muchas y variadas cosas: personal, del padre del autor en particular; de una familia como tal y de su desglose completo: padres, abuelos, hermanas, primos, tíos …


Testimonio de ambientes: de trabajo, de ocio, de dedicación a un ideal, de intimidades personales. De lo que pasa en la Universidad, en la política. De lo que le puede pasar a uno que está situado en la sociedad en una cierta posición y quiere superarla para promocionar a otros: a ése le dan por la derecha y por la izquierda. Tanto, que al final lo matan.


Sí. Éramos felices porque mi papá había vuelto de Asia definitivamente y ya no pensaba volver a irse nunca, pues la última vez se había deprimido hasta el borde mismo del suicidio, y por fortuna ya no lo estaban persiguiendo en la Universidad por comunista [la ultra derecha había perdido allí su poder], sino si mucho, por reaccionario (porque todos los felices, para los comunistas, eran en esencia reaccionarios, debido a que lo eran en medio de infelices y desposeídos).


Lo dicho, que a quien es sensato lo persiguen a muerte por igual los fanáticos de la derecha y de la izquierda.


En el libro hay de todo, menos afán de venganza. Hay, en cambio, mucha comprensión, tolerancia y mucho amor aprendido en el seno de una familia de esforzados en ser útiles y buenos.


Por él pasan los ricos, los pobres, la Iglesia, los ateos, los comunistas, los liberales y conservadores, todos con sus filias matizadas, disimulos o fanatismos. No es una hagiografía de nadie porque siempre queda escrito el balance de virtudes y defectos.


Todo en Colombia, en la tropical y hermosa Medellín de la que tantas maravillas me han contado algunos amigos y, particularmente, mi hermano que ha vivido Colombia muy intensamente y a lo largo de muchos años: él coincidió allí con el clímax de este libro.


El título es un préstamo pedido a Borges por el autor: del verso ya somos el olvido que seremos extraído de un soneto borgiano. Una forma hermosa y elegante de consentir en lo irremediable, en lo que no nos gusta pararnos.


Alguna vez yo también he pensado en esto a propósito de mi sitio web. Cuando yo falte nadie pagará la factura de su alojamiento y mis cosas morirán conmigo. O, en el mejor de los casos, alguien puede conceder una prórroga limitada para que la muerte de mi trabajo no sea demasiado abrupta.

Al autor, que olvida a los asesinos de su muy amado padre, le cuesta olvidar todo lo demás, y por eso escribe.


El recuerdo de su casa, de sus gentes, le da pie para que la historia continúe. Seguro que cualquiera que lea el libro se sentirá en alguna página reviviendo algo parecido a lo que el autor cuenta en ella, aún con separación en el tiempo y en el espacio. Y siempre, los antagonismos que se dan en todas partes, porque la propia vida está hecha de contradicciones, de contrasentidos.


Mi papá y mi mamá eran contradictorios en sus creencias y en sus comportamientos, pero complementarios y de un trato muy amoroso en la vida diaria. Había un contraste tan neto de actitud, de carácter y de formación, entre los dos, que para el niño que yo era esa diferencia radical entre mis modelos de vida resultaba el acertijo más difícil de descifrar.


El autor da fe de todo con fina retranca casi siempre en recuerdo, yo creo, de la carcajada fácil de su padre. Pondré dos ejemplos personales.


Pocos años después de la muerte del arzobispo [que era tío de la madre del autor, de forma que ella, huérfana, se había criado en el palacio episcopal], y por el mismo periodo en que yo acompañaba a mi papá y al Dr. Saunders a las visitas de trabajo social por los barrios más pobres de Medellín, la Gran Misión hizo su solemne y bulliciosa entrada a la ciudad. Ésta representaba otro estilo de trabajo social, de tipo piadoso; una especie de Reconquista Católica de América …


Por los años 40 yo también acompañaba a mi padre los domingos por la mañana, a visitar a pobres y enfermos según el uso de las Conferencias de San Vicente de Paul.

La Misión que yo conocí en los años 30 (S. Vicente de la Barquera) y 40 (Soria) no se llamaba Gran: era la Santa Misión que se asentaba con letras blancas y fecha, sobre cruces negras de tabla. Entonces acudían los predicadores más conspicuos y tenebrosos a hacernos ver lo malos que éramos y que teníamos que hacer algo para que El Señor se apiadara de nosotros. No recuerdo que en tales ocasiones se insistiera sobre el rezo del Rosario. Éste ya lo tenía mi madre muy internalizado desde bastante antes.


Para salvar al mundo del Comunismo Ateo, el Santo Padre había solicitado que en las viejas colonias españolas –y en el mundo entero- se rezara con mucho fervor y más asiduidad que nunca el Santo Rosario. Eran los tiempos de la Revolución cubana y de las guerrillas míticas de América Latina, las cuales no se habían convertido todavía en bandas de criminales dedicadas al secuestro y al tráfico de drogas, y conservaban por lo tanto cierto halo de lucha heroica pues defendían programas de reformas radicales y reivindicaciones sociales que no era difícil compartir.


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