Estás en: El olvido que seremos.

QUIÉN hay detrás

QUÉ hay detrás

INICIO


Pgs. 1    2    3    4    

Llegado aquí, el autor continua recordando cómo su padre, el profesor, explicaba mediante la figura de un cubo, lo que yo, en otro sitio, desarrollo a través de la Ventana de Johari para expresar que hay en nuestra conciencia una especie de cuarto oscuro que nadie ha visitado y de cuyo contenido ni siquiera el propio sujeto es siempre consciente, el de la propia intimidad.


Mi papá me había lanzado muchos mensajes indirectos sobre su intimidad… Yo había dejado esos indicios en una zona también intermedia entre el conocimiento y las tinieblas…

Dos veces, por ejemplo, dos veces me llevó mi papá a ver una película, Muerte en Venecia, de Luchino Visconti, ese bellísimo film basado en una novela corta de Thomas Mann, en el que un hombre, en el declinar de sus días, siente que al mismo tiempo se exalta y sucumbe ante la belleza absoluta representada por la figura de un muchacho polaco, Tadzio. Dice Mann que él no quiso representar la belleza en una muchacha, sino en un joven para que los lectores no creyeran que esa admiración era puramente sexual, de simple atracción de cuerpos. Lo que el protagonista sentía era algo más, y también algo menos: el enamoramiento de un cuerpo casi abstracto, la personificación de un ideal, digámoslo así, platónico, representado en la belleza de un adolescente. Yo estaba demasiado metido en mi propio mundo cuando mi papá insistió en que volviéramos a ver la película por tercera vez, quizá al darse cuenta de que yo no había sido capaz de percibir su sentido más hondo y más oculto.

     En una carta que me escribió en el año 75 decía lo siguiente: <<Para mí, paulatinamente, se me va haciendo cada vez más evidente que lo que más admiro es la belleza. No hay tal que yo sea un científico, como lo he pretendido -sin lograrlo- toda la vida. Ni un político, como me hubiera gustado. Es posible que de habérmelo propuesto hubiera podido llegar a ser un escritor. Pero ya tú empiezas a entender y a sentir todo el esfuerzo, el trabajo, la angustia, el aislamiento, la soledad y el intenso dolor que la vida le exige a quien escoge este difícil camino de crear belleza. Estoy seguro de que me aceptarás la invitación de que veamos juntos esta tarde Muerte en Venecia, de Visconti. La primera vez que la vi sólo me impresionó la forma. La última vez entendí su esencia, su fondo. Lo comentaremos esta noche.>>

     Fuimos a verla otra vez, esa tarde, pero no la comentamos esa noche, quizá porque había algo que yo no quería entender a mis 17 años. Creo que sólo un decenio más tarde, después de su muerte, y al escarbar en sus cajones yo llegué a comprender bien lo que mi papá quería que yo viera cuando me llevó a repetir Muerte en Venecia.


Como se ve, el padre del autor no sólo compartía con Thomas Mann su visión del humanismo y el sexo, sino también el de la belleza. Yo también había visto y admirado la película más de una vez pero, para descifrarla ahora con el paso de los años, he leído la novela original de Mann. No me casaba mi recuerdo de la película con lo que transcribe nuestro autor en relación con las consecuencias que su padre extraía de ella, en supuesta consonancia con las ideas que el Nobel  expresaba en su novela La muerte en Venecia.


Y creo haber dado con una explicación plausible de mi perplejidad. En el mito de la caverna de Platón se muestra claramente la diferencia entre lo que es la idea (de la belleza en nuestro caso) y su plasmación en la vida real. Sin entrar en filosofías, la gente suele expresar lo mismo cuando dice lo que ocurre al pasar de las musas al teatro. La novela de Thomas Mann se sitúa en el terreno de las musas, y la película de Visconti es puro teatro. Y no digo esto en tono descalificador: el teatro tiene la obligación de abrir el camino a los sentidos, mientras que la lectura alimenta la imaginación, el espíritu. La encarnación de la idea en el teatro tiene la limitación que el propio Mann advierte en su novela cuando recordando el diálogo de Sócrates con Fedón, dice:


Porque la belleza, Fedón, nótalo bien, sólo la belleza es al mismo tiempo divina y perceptible. Por eso es el camino de lo sensible, el camino que lleva al artista hacia el espíritu. Pero ¿crees tú, amado mío, que podrá alcanzar alguna vez sabiduría y verdadera dignidad humana aquel para quien el camino que lleva al espíritu pasa por los sentidos? ¿O crees más bien (abandono la decisión a tu criterio) que éste es un camino peligroso, un camino de pecado y perdición, que necesariamente lleva al extravío? Porque has de saber que nosotros, los poetas, no podemos andar el camino de la belleza sin que Eros nos acompañe y nos sirva de guía; y que si podemos ser héroes y disciplinados guerreros a nuestro modo, nos parecemos, sin embargo, a las mujeres, pues nuestro ensalzamiento es la pasión, y nuestras ansias han de ser de amor. Tal es nuestra gloria y tal es nuestra vergüenza. ¿Comprendes ahora cómo nosotros, los poetas, no podemos ser ni sabios ni dignos? ¿Comprendes que necesariamente hemos de extraviarnos, que hemos de ser necesariamente concupiscentes y aventureros de los sentidos? La maestría de nuestro estilo es falsa, fingida e insensata; nuestra gloria y estimación, pura farsa; altamente ridícula, la confianza que el pueblo nos otorga.


En resumen: que quien quiera interpretar debidamente la idea que sobre la belleza tenían Thomas Mann y Héctor Abad Gómez, mejor que lea la novela del Nobel en vez de ver la bella película de Visconti. Que por cierto, Mann no pudo alcanzar a conocer. Para más coincidencias, observar que en la película, el núcleo de los polacos está constituido por el bello andrógino Tadzio (que en la novela es Tadrio) y sus cuatro hermanas afeadas, supongo que intencionadamente y para resaltar aún más la hermosura del efebo. Con las mismas edades, nuestro autor también está rodeado de sus cuatro lindas hermanas (Marta habría muerto ya).

Y otro detalle colateral. Visconti, que era padrino del cantante Miguel Bosé, quiso incorporarlo a su película en el papel de Tadzio pero su padre, el torero Luis Miguel Dominguín, no lo permitió.


ANTERIOR                                                                                            

PAG. 4 / 4