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QUIÉN hay detrás

QUÉ hay detrás

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Juana, como superiora era la reina de un diminuto imperio cuyos diecisiete súbditos se hallaban obligados por ley de santa obediencia a cumplir sus órdenes y a escuchar sus consejos.

En el locutorio, donde era libre de pasar todo el tiempo que gustara, la nueva superiora se complacía en interminables conversaciones con amigos y conocidos del mundo no enclaustrado. La conversación podía empezar por la devoción a San José para terminar indefectiblemente con un repaso minucioso de las hazañas amorosas del fascinante y abominable Grandier: La preciosa zapatera Catherine Hammon que tenía informado al párroco de todo cuanto en la Corte acontecía, Philippe Trincant,  Madeleine de Brou y todas  las demás.

Pensó en Madeleine de Brou: mucho dinero y dueña de sus actos; libre para hacer lo que quisiese... Y ahora era de Grandier. Y ella con una envidia que oscilaba entre la aversión y la complacencia.

Madeleine, esa hipócrita chismosa. ¡Qué fuego de volcán y qué lujuria debajo de aquellos lutos [de huérfana]! Solterona de treinta y cinco años, con una figura como palo de mayo y sin gracia.

En cambio ella, la priora, estaba todavía en sus veintitantos. ¡Y qué cara! ¡qué ojos! A todos habían cautivado sus ojos ¡Si tan sólo pudiese traerle al locutorio [a Grandier]! Ella le observaría a través de las rejas, le miraría fijamente con mirada penetrante, incisiva, con ojos que le revelarían su alma por entero y en toda su desnudez. Detrás de aquellas barras, cualquiera podía ser un descarado. Pero, ¡ay!, la oportunidad para el descaro nunca se presentó por sí misma. El párroco no tenía razón alguna, profesional o personal, para visitar el convento; tampoco era el director espiritual de las monjas ni tenía parienta entre las pupilas. Sus litigios no le dejaban apetito para nuevas y arriesgadas «aventuras». Uno tras otro se sucedían los meses y los años sin que la priora encontrase ocasión para el deseado despliegue de sus ojos irresistibles. Para ella Grandier era simplemente un nombre, pero un nombre de prestigio, un nombre que evocaba en sueños inconfesables, en íntimos e impuros deseos, un demonio de curiosidad, un íncubo de concupiscencia. Para una mujer, un nombre en promiscuidad constituye una permanente invitación al chismorreo con los hombres. ¡Qué fascinante el seductor profesional, el curtido destructor de corazones, hasta para las damas más respetables! Las aventuras amorosas de Grandier adquirían un valor de proporciones heroicas en la imaginación de sus feligresas. Grandier quedó convertido en una figura mítica, en parte Júpiter, en parte sátiro, lujurioso hasta la bestialidad y, no obstante, o tal vez por eso, extraordinariamente atractivo.

El recuerdo del párroco la asediaba constantemente. Sus meditaciones de la presencia de Dios, se convirtieron en un ejercicio de la presencia de Urbain Grandier o, más bien, de la imagen fascinante y obscena que había ido cuajando en su imaginación alrededor de su nombre.

El cuerpo impone límites a los pecados carnales pero no los hay para los pecados de la imaginación, para aquello que D. H. Laurence llamaba el «sexo de la cabeza».

Como era de esperar, su salud se quebrantó. En 1629 sor Juana se vio atacada de un trastorno sicosomático que, según el testimonio del doctor Ragier y del cirujano Mannoury, «la debilitó de tal modo que difícilmente podía caminar».

No se sabe cómo reaccionarían las jóvenes alumnas del pensionado ante las actuaciones de una directora que se hallaba atrapada por su obsesión sexual y de unas maestras alteradas por la histeria de su directora.

A los cinco años en sus funciones como superiora murió el director de las Ursulinas, canónigo Moussaut. Con la noticia, la priora dio la impresión de hallarse abrumada por una gran tristeza. La impresión, nada más, pues lo cierto era que se sintió colmada de un íntimo y efervescente júbilo. Le faltó tiempo para despachar una carta a Grandier. Contenía un párrafo sobre la irreparable pérdida, la expresión de la necesidad suya y de todas las hermanas, de encontrar la guía espiritual de algún director sabio y santo, y la invitación al propio Grandier a seguir tras las huellas del canónigo. Un escrito de verdadera altura. Volviéndola a leer en la copia con que se había quedado, la madre superiora no encontraba razón para que Grandier pudiese resistir a una llamada tan sincera, tan piadosa, tan delicadamente halagadora. No obstante, la respuesta de Grandier fue una atenta declinación. No sólo no se consideraba digno de tan alto honor, sino que, además, se encontraba sumamente atareado con sus obligaciones de la parroquia. Desde el pináculo de la alegría la priora sufrió una desilusión en la cual la pena iba mezclada con el amor propio herido, dando lugar a que fuera creciendo, según pensaba, tras el amargo resquemor de la derrota, una rabia persistente y furiosa unida a una firme y maligna voluntad de odio que, encima, le resultaba difícil poner en práctica: Ella no podía ir hasta él [por su clausura], y Grandier no quería acudir a su llamada. Su más importante ocasión para un contacto personal se le ofreció cuando Madeleine de Brou se presentó en el convento para visitar a su sobrina, que era una de las pupilas. Al entrar en el locutorio, Madeleine se encontró con la superiora frente a la reja. La saludó gentilmente, pero la priora le respondió con insultos:

¡Barragana! ¡Ramera! ¡Prostituta! ¡Corruptora de sacerdotes! ¡Delincuente de los peores sacrilegios!

Y, como remate de aquella andanada, la priora, acercándose cuanto pudo a su rival, le lanzó a través de las rejas un inesperado escupitajo. Madeleine dio media vuelta y desapareció sin decir palabra. La última esperanza de una venganza personal, cara a cara, se había desvanecido. Pero, al menos, podía hacer algo todavía: conchabarse con los enemigos declarados de Grandier. Sin demora mandó llamar al hombre que entre todos los clérigos de la ciudad esgrimía más convincentes razones para odiarle. Poco favorecido, cojo de nacimiento, vacío de talento no menos que de atractivo, el canónigo Mignon [primo de Philippe Trincant], había envidiado siempre la arrogante figura del párroco, su ingenio y sus éxitos.


Con esto damos por terminada la presentación de nuestra protagonista. El lector del libro tiene ya materia suficiente para poder interpretar lo que pasa en su núcleo duro, el que transcurre en sus dos primeras terceras partes. La última, a mi me interesa menos, como me interesa menos su protagonista, el jesuita P. Surin que discurre a lo largo de ella acompañado de Sor Juana. Sin embargo, y como he prometido, haré también la presentación de Surin aunque sólo sea de una forma más sumaria.



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