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QUIÉN hay detrás

QUÉ hay detrás

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Creo que con todo lo dicho tenemos datos suficientes para ver lo que se puede esperar de nuestro primer protagonista, el párroco Urbano Grandier. Veamos qué se puede saber de la segunda protagonista, sor Juana de los Ángeles.

La mayoría de Las diecisiete monjas ursulinas establecidas en Loudun en 1626 eran jóvenes de la nobleza que habían abrazado la vida monástica, no por anhelo de seguir el Evangelio, sino porque en casa no había bastante dinero para la dote debida a su alcurnia y aceptable a los pretendientes de su rango.

En 1627, la superiora fue trasladada y una nueva la reemplazó. Su nombre religioso era Juana de los Ángeles. Era de familia noble, rondaba los veinticinco años y tenía bonita cara. No así su cuerpo, diminuto hasta casi ser enana y un tanto deformado, quizás a causa de alguna afección tuberculosa de los huesos. Su educación había sido casi tan rudimentaria como la de la mayoría de las jóvenes de su tiempo, pero tenía talento natural aunque su temperamento y su carácter venían a resultarle, lo mismo con relación a los demás que con respecto a sí misma, su peor enemigo. Su deformidad promovía, en su ánimo, un resentimiento permanente que le impedía sentir afecto alguno ni consentirse a sí misma el ser querida. Aborreciendo y siendo aborrecida, vivía como en una fortaleza inexpugnable de la cual apenas salía para atacar a sus enemigos -y toda persona viviente era, a priori, un enemigo- con súbitos sarcasmos.

Seguiré entresacando material del libro sin distinguir lo que escribe el autor, de lo que él añade como aportaciones, respectivamente, de Surin (nuestro tercer protagonista) y de la propia Sor Juana (en los escritos que nos dejó).

Las entresacas intentan capturar lo esencial (no olvidemos que nuestro autor era médico), ignorando lo que pueda ser adorno literario o incluso complemento informativo: éste seguramente añade algo útil pero alargando excesivamente el parlamento.

Sor Juana tenía una jocosidad natural que la excitaba a reírse y a desbordarse en chanzas, y Balaam, el demonio, se complacía en mimar ese humor que alimentaba en ella un placer, un gozo que destruye la compunción del corazón, indispensable para una perfecta conversión a Dios.

Quienes poseen un carácter semejante al de Juana, son propensos a ocasionar grandes trastornos a sí mismos y a los demás. Sus padres, incapaces de soportar a una muchacha tan poco cordial, la enviaron con una anciana tía, superiora de una abadía cercana. Al cabo de dos o tres años la devolvieron: las monjas habían fracasado en sus intentos de que ella pudiera hacer carrera. La vida en el castillo de sus padres le pareció tan odiosa que concluyó prefiriendo el claustro.

Desde que llegó a Loudun, la hermana Juana se había conducido con ejemplar piedad y diligencia. La joven insubordinada, que había manifestado tan poco celo en el cumplimiento de sus obligaciones, se había transformado en una perfecta religiosa: obediente, trabajadora, devota. Impresionada por aquella conversión, la superiora, al retirarse de su puesto, recomendó a la hermana Juana como la más idónea para sustituirla.

Cincuenta años más tarde ella misma explicó así su cambio:

«Tuve buen cuidado de hacerme indispensable a todas en lo que respecta a la autoridad y como había pocas monjas, la superiora me encomendaba toda suerte de trabajos de la comunidad. Había monjas más capaces y mejores, pero yo me imponía a ellas por mil pequeños trucos que me hacían necesaria para la superiora. Aprendí a adaptarme a su humor y a prevalecer sobre ella de tal modo, que al fin no encontraba nada bien hecho si no estaba hecho por mí. Hasta llegó a pensar que yo era buena y virtuosa. Una opinión de tal calidad sobre mi persona envaneció tanto mi corazón que ya no encontré dificultad para llevar a cabo acciones que parecían dignas de estimación. Aprendí a disimular y a manejar la hipocresía tan bien que mi superiora pensaba de mí lo mejor y encontraba siempre aceptables mis inclinaciones. Me concedió muchos privilegios, de los que yo abusaba, y como era buena y virtuosa y creía que yo trataba de acercarme a Dios con cristiana perfección, me invitaba frecuentemente a conversar con venerables monjes, y yo le seguía el humor para contentarla y así pasar el tiempo.»

Si leía a los místicos, si hablaba con los visitadores carmelitas a propósito de la perfección, no era para ascender en la vida espiritual, sino por aparentar mayor suficiencia y eclipsar a las otras monjas. El complejo de superioridad que tenía había encontrado un nuevo campo en que operar. Aunque estallaba en ocasionales carcajadas de sarcasmo y de cínica bufonería, en los momentos que consideraba más graves la hermana Juana se había transformado en una experta en espiritualidad, en una erudita investigadora de los asuntos de la teología mística. Avisada por sus conocimientos podía hacer bajar la vista a sus hermanas con una fruición realmente deliciosa. Las monjas ¿Qué conocían de gracias extraordinarias, de las pruebas espirituales, de los éxtasis e inspiraciones, de la avidez del ánimo y de la noche del sentido? La respuesta a todo eso era que no sabían nada. En cambio Juana, la pequeña enana con un hombro más alto que el otro, conocía muy bien todas esas cosas.