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Argumento de Grandier en contra del celibato:

«Toda promesa de cumplir lo imposible, carece de fuerza obligatoria. Para el varón joven, la continencia es imposible. Luego, toda promesa que involucre tal continencia carece de fuerza obligatoria».

La popularidad de Grandier con las mujeres era suficiente, en sí misma, para volverle extremadamente impopular entre los hombres. Desde el primer momento los maridos y padres de sus feligresas, sospecharon de este inteligente joven dandy, de finas maneras y atrayente conversación.

Para los de Loudun, la llegada del nuevo párroco había constituido una invasión. Trajo consigo a su madre y hermana, y a sus tres hermanos: a uno lo colocó con el primer Magistrado de la ciudad, así como a los otros dos, también sacerdotes, y con los correspondientes beneficios eclesiásticos: a uno, como primer vicario de San Pedro  y al otro en el ámbito de los servicios eclesiásticos.

Tratándose de un hombre de gran ingenio y de vasta cultura, Grandier fue recibido, desde el primer momento, por los personajes más aristocráticos y cultos de la ciudad [entre los que se encontraba] el fiscal Louis Trincant, hombre piadoso y culto.

Después de 1623 los salones de la casa del fiscal se convirtieron en el centro de la vida intelectual de Loudun.

Grandier cumplía con sus deberes eclesiásticos y en los intervalos frecuentaba discretamente a las viudas más atractivas de la ciudad.

Ninon [una de ellas] era ignorante: apenas sabía firmar; era visitada todos los martes. Bajo la inconsolable negrura de sus gasas de luto, la carne madura de la viuda se hallaba precisamente en el momento en que su maciza consistencia comenzaba a declinar. Sin embargo, allí había tesoros de ternura y de candor; allí había un inagotable caudal de sensualidad, al mismo tiempo frenética y dosificada, violenta y admirablemente dócil y bien entrenada.

El fiscal era un viudo de mediana edad que tenía dos hijas casaderas; la mayor, Philippe, era tan hermosa y atrayente que, el párroco se encontró mirando cada vez más frecuentemente en su dirección.

Philippe no sólo era joven y virginal: pertenecía, además, a una buena familia y la habían educado en la piedad con el mayor esmero. Bella como una imagen, pero conocía su catecismo; tocaba el laúd, pero iba regularmente a la iglesia; tenía la prestancia de una dama, pero gustaba de la lectura y hasta sabía un poco de latín. La captura de un botín como aquél tenía que halagar la propia estimación del cazador y, sin duda alguna, sería considerada por todos como una grande y memorable conquista.

En el camino de su cumplimiento se interponía, no obstante, un obstáculo casi insuperable. El padre de Philippe era Louis Trincant, el mejor amigo del párroco, su más leal y resuelto aliado contra los frailes y el resto de sus adversarios. Louis Trincant tenía fe ciega en él: tan seguro estaba de Grandier que hizo que sus hijas abandonasen a su viejo confesor para ponerlas como penitentes en sus manos.

¿No habría posibilidad de que él encontrase tiempo para darle alguna lección [a Philippe]? Abusar de esa confianza sería el más vil de los crímenes. Sin embargo, su misma vileza era una razón para cometerlo. Se decía a sí mismo (Grandier) que el padre de tan deliciosa presa no tenía derecho a comportarse tan confiadamente. Entre lección y lección de latín, Philippe se encontró encinta y soltera.

Cuando se lo confió a Grandier, éste saltó a las amonestaciones clericales, advirtiéndole que debía soportar su cruz con cristiana resignación, y se despidió. Ya no le dio más lecciones y nunca volvieron a verse a solas, salvo en el confesionario. Allí se encontraba ella frente al sacerdote. ¡Con qué elocuencia la apremiaba a arrepentirse, a entregarse por entero a la misericordia divina! Y cuando ella hacía referencia a su pasado amor, él la increpaba con una indignación de tono profético, satisfaciéndose así en revolcarla en su impureza. Cuando ella le preguntaba desesperadamente qué era lo que tenía que hacer, él le contestaba lleno de unción que, como cristiana que era, no sólo tenía el deber de resignarse a la humillación, pues era designio de Dios que hubiese de sufrir, sino que tenía que aceptarlo y desearlo vivamente. De la parte que a él le correspondía en su desgracia, no le permitía que hablase: El alma de cada uno está obligada a soportar la carga de sus propias fechorías. De esa manera, aturdida y anegada en sus propias lágrimas, la despedía del confesionario. Si nunca había tenido verdadero interés por la muchacha, ahora no sentía por ella más que aversión. Y además, ya no era bonita.

Sin pensarlo más, se determinó a desligarse del problema y a negar todo. No solamente actuaría y hablaría, sino que dejaría correr su pensamiento y su sentir en lo más íntimo, como si nada de aquello hubiese nunca acontecido o podido acontecer; es decir, como si la idea de una intimidad con Philippe Trincant fuera totalmente absurda, absolutamente descabellada y enteramente al margen de toda discusión.

En medio de aquella turbiedad, desvergüenza y miseria hay que destacar la bondad y el altruismo de Marthe le Pelletier, amiga de Philippe que acudió a casa de ésta para cuidarla y acompañarla durante todo el embarazo. Simuló que el hijo esperado era suyo y cuando nació lo dio en adopción a una aldeana que lo deseaba. Pero Marthe siempre proclamó al exterior que ella era la madre y que su amiga Philippe la había acogido generosamente en su casa para ocultar su propia vergüenza [la de Marthe].

El fiscal Trincant no salía de su asombro al principio y, cuando salió, no tuvo otra ocurrencia que hacer detener a Marthe para que firmara un acta en la cual reconocía oficialmente a la criatura como suya y aceptaba la responsabilidad de su futura crianza. Movida por el entrañable afecto que sentía por su amiga Philippe, Marthe la firmó.

Las consecuencias: Una mentira se convirtió en verdad oficial. En la ciudad nadie se creyó esa verdad, y los protestantes, en particular, que habían tenido que aguantar el ortodoxo fanatismo del fiscal, se cachondeaban ahora de él como abuelo burlado. Trincant pasó a engrosar la nómina de los más encarnizados enemigos de Grandier. Y éste, perpetuado en la caza de mujeres interesantes se casó con Madeleine, una huérfana y rica heredera. La ceremonia de pura fantasía tuvo lugar a solas, a media noche y en su propia iglesia completamente vacía. Los enemigos de Grandier se indignaron más que nunca y despotricaron de él todo lo que quisieron. Madeleine fue inducida a plantear una querella por calumnias que ganó con la consiguiente humillación de los calumniadores; estos, los enemigos de su marido, no tenían pruebas.