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QUIÉN hay detrás

QUÉ hay detrás

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No quiero callar uno de los ejemplos contemporáneos. Alejandro VI nunca hizo ni pensó en otra cosa que en engañar a los hombres, y siempre halló oportunidad para hacerlo, jamás hubo hombre que prometiese con más desparpajo ni que hiciera tantos juramentos sin cumplir ninguno; y, sin embargo, los engaños siempre le salieron a pedir de boca, porque conocía bien esta parte del mudo.

Como contrapeso, miren lo que dice del comentado Papa la Reina Cristina de Suecia (Nota 316):

Alejandro VI fue un gran papa, a pesar de lo que se diga.

Hay que tener en cuenta que la reina sueca se había convertido al catolicismo, desde el protestantismo nórdico, ya dimisionaria, en 1655 y había sido acogida por Roma con los brazos abiertos.


Terminaré mi apunte sobre el Capítulo XVIII con lo que sigue diciendo Maquiavelo ya que resulta ser una confesión clara de sus opiniones éticas y políticas.

No es preciso que un príncipe posea todas las virtudes, pero es indispensable que aparente poseerlas. Y hasta me atreveré a decir esto: que  el tenerlas y practicarlas siempre es perjudicial, y el aparentar tenerlas, útil. Está bien mostrarse piadoso, fiel, humano, recto, y religioso, y asimismo serlo efectivamente: pero se debe estar dispuesto a irse al otro extremo si ello fuera necesario. Y ha de sentirse presente que un príncipe, sobre todo si es nuevo, no puede observar todas las cosas gracias a las cuales los hombres son considerados buenos, porque, a menudo, para conservarse en el poder, se ve arrastrado a obrar contra la fe, la caridad, la humanidad y la religión. Es preciso, pues que tenga una inteligencia capaz de adaptarse a todas las circunstancias, y que, como he dicho antes, no se aparte del bien mientras pueda, pero que, en caso de necesidad, no titubee en entrar en el mal.

Total: que entre en el mal si lo necesita, para conservarse en el poder. El fin justifica los medios.


Volviendo al párrafo del Capítulo XI que antes comentaba, no puedo pasar por alto la afirmación de que los principados eclesiásticos se apoyan en antiguas instituciones religiosas que son tan potentes y de tal calidad, que mantienen a sus príncipes en el poder sea cual fuere el modo en que éstos procedan y vivan.


Fíjense lo que a esto responde Napoleón:

¡Ah, si yo pudiera en Francia convertirme en Augusto y supremo pontífice de la religión!

Según la angelología cristiana y la clasificación de Dionisio Areopagita (discípulo de san Pablo y, al parecer, más teólogo que él), los Principados son la primera categoría del coro celestial, dentro de la tercera jerarquía. Manifiestan el dominio de Dios sobre la naturaleza y son los guardianes de las naciones y los países. Supervisan aquellos eventos que afecten a las naciones, incluyendo política, temas militares y comercio.


Estoy por asegurar que Napoleón, con lo listo que era y lo que sabía, ya estaría al corriente de esto de la angelología cristiana, así como de la mutación que puede sufrir un significante en su significado. Por ejemplo, un Principado puede convertirse de ángel en el territorio sobre el que manda un príncipe o, lo que es lo mismo, un Príncipe puede convertirse en el ángel de una antigua institución religiosa tan potente y de tal calidad, que se mantiene en el poder sea cual fuere su procedencia y conducta.


Lo que no tengo por seguro es si Napoleón se planteó alguna vez esta duda: ¿Los ángeles fueron creados por los teólogos o por Dios? Esta otra duda es mía: ¿Quién puso alas a los ángeles? ¿Dios al crearlos, o después, los teólogos prácticos?


Porque, puestos a ser prácticos, mejor que las grandes alas de la espalda hubiera sido acomodarles unas alitas en los talones como las que resultaban tan útiles al dios Mercurio que, por cierto, también se ocupaba de cuestiones de comercio, como los Principados. Claro, ya sé que esto sería coquetear con el paganismo, pero no traería complicaciones a la Iglesia Católica que asimismo instituyó la fiesta de Navidad no de acuerdo con la fecha del nacimiento del Niño Jesús, sino en otra superpuesta a la de las Saturnales.


Una vez aceptada la hipótesis de las alitas talonarias para los ángeles, aún se puede ir un paso más allá: sustituir dichas pequeñas alas por sendos patines de ruedas, que ya los romanos estaban acostumbrados a las ruedas de sus carros.


De los dos patines, uno sería divino y el otro, humano. En sus maniobras, los ángeles se irían apoyando alternativamente y, a conveniencia, en lo divino o en lo humano para lograr sus fines. Es seguro que así, la Iglesia siempre ganaría todos los concursos de patinaje artístico a que se pudiera presentar (recordar a los Papas Alejandro VI y Pío VII).


Repito el anhelante lamento de Napoleón que antes reproducía: