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¿Y lo de las piedras de hacer las cuentas? Espero que alguien me explique cómo se las arreglaban los arquitectos romanos para echar sus cuentas al diseñar los puentes, acueductos, calzadas y, “Panteones”, que levantaron simplemente usando los números romanos que conocemos y que tan prácticos resultan para datar la puerta de Alcalá.


Más adelante, en la pág. 293, encuentro una respuesta a mis cavilaciones; no es demasiado buena porque se basa en un equívoco que no sé si es intencionado. Se lee:

Los lectores ricos de la antigüedad tenían a su disposición los rollos más lujosos del mercado. La mayoría de los libros se elaboraban por encargo, y la calidad del producto artesano dependía del gasto que estaba dispuesto a afrontar el comprador. Para empezar había distintas calidades de papiro; el más fino procedía de tiras rebanadas de la pulpa interior del junco egipcio …

El equívoco que señalo está de manifiesto en la identidad de mis dos subrayados. Cicerón puede estar tranquilo; seguro que no se avergonzaría de usar rollos de papiro de la mejor calidad.


El problema viene de que a quienes estudiamos en los libros de los años 30 y 40 del siglo pasado no nos gusta la identificación de libro y rollo. Fíjense en lo que dice hoy el DLE. “Rollo: adjetivo coloquial.  Aburrido, pesado. ¡Qué novela tan rollo!”.


Para nosotros, libro, es aquel manojo de hojas enlomadas por la izquierda con tapas duras o blandas, según, a las que teníamos que meter el cuchillo por la derecha para poder abrirlas de una en una y leerlas, si es que no podíamos acudir a la guillotina para cortarlas todas de una vez. Cuando envejecía ya habíamos aprendido a encuadernarlo nosotros mismos.


Los libros de texto nos los vendían en la librería a principio de curso y aquello era una fiesta: eran los de papel gris oscuro de Historia (María Comas); de gris claro, los de Matemáticas de Baratech, y el de papel blanquísimo (blanco de cloro) de literatura, de Eugenio Montes, con La Araucana dentro. Después, había que forrar los libros, que era una habilidad añadida.


Al empezar la Carrera a finales de los cuarenta, nuestros paseos a las librerías de viejo de la calle san Bernardo eran recompensados con libros que olían al gato de la tienda que tenía a raya a los ratones. Y que estaban firmados por los dos o tres propietarios sucesivos que se habían paseado hasta allí antes que nosotros.


En la pág. 327 nuestra autora aclara más lo que yo antes echaba de menos. Esto me pasa por ir escribiendo los libros antes de terminar de leerlos. Diré en mi descargo que necesito hacer eso con los libros “largos” o “extensos” (como el presente) para evitar pérdidas cuando la memoria ya flaquea.

Cuando hablamos de un libro “largo” o “extenso”, de forma involuntaria somos herederos de la terminología específica del rollo. Llamamos impropiamente “volúmenes” –del latín volvo (“dar vueltas, girar)- a los códices, que ya no se rebobinan. En el lenguaje coloquial todavía decimos que es “un rollo” algo que nos aburre, que se desenrolla y se desenrolla y parece no acabar nunca. Y hoy, la palabra scroll, que designaba en inglés al rollo manuscrito se usa para describir el acto de hacer avanzar o retroceder verticalmente el texto en la pantalla de cualquier aparato informático.

Hasta hace nada, el scroll se conseguía con la ruedecilla que tenia el ratón en su lomo. Hoy, el mismo efecto se consigue más fácilmente con las yemas de una pareja de dedos sobre el panel táctil del portátil o directamente sobre la pantalla del móvil.


De los códices ha hablado antes, en la pág. 320:

Los rollos siempre fueron una mercancía lujosa y cara. Para la escritura más cotidiana –ejercicios escolares, cartas, documentos oficiales, anotaciones, borradores-, los antiguos solían recurrir a las tablillas. El lector que quería consultarlas las agujereaba en la esquina y las enlazaba juntas con anillas o correas. “Códices “ llamaban en latín a esos conjuntos de tablillas atadas. La idea revolucionaria consistió en sustituir las pequeñas placas de madera o metal por hojas flexibles de pergamino o papiro, el material de los rollos.

… Ese primer híbrido abrió el camino hacia el códice más avanzado, compuesto por hojas de papiro o piel que se doblaban en forma de pliegos. Los romanos probaron a coser esos pliegos y así nació el arte de encuadernar.