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Pgs. 1    2    3    4    5    6

Título: El infinito en un junco.

Autora: Irene Vallejo.

Edita: SIRUELA Biblioteca de Ensayo (452 páginas).

Nunca pensé que se pudiera escribir un libro tan grande hablando de ellos y de sus reuniones, pero ya veo que Irene Vallejo puede con todo. Puede escribir con elegancia, sencillez y sabiduría. Y, además, con tan solo 40 años. Hoy sería merecedora del reproche que Azorín hizo a Carmen Laforet por su juventud que la colocaba en el camino de la inmortalidad. Ahora es Mario Vargas Llosa quien dice algo parecido:

El amor a los libros y a su lectura son la atmósfera en la que transcurren las páginas de esta obra maestra. Tengo la seguridad absoluta de que se seguirá leyendo cuando sus lectores de ahora estén ya en la otra vida.

Cuando voy leyendo su pág. 100 me sigue desconcertando el título: ¿Se trata de un barco o de una planta? Si miro la portada, parece que se ilustra con la planta de la que se hacen, como palos, las uniones de los trozos que componen las velas de los barcos chinos que conocemos como juncos.


La variedad de plantas juncales es casi infinita, pero no creo que esto afecte al título. Mirando las muchas que se ofrecen no veo la que es para mí más querida: la anea, espadaña o tipha minima: mi compañera de juventud en el Duero soriano, con su característica y particular inflorescencia marrón estrecha, apretada y alargada, como de suave terciopelo, situada casi al final de su tallo.


No, decididamente se trata del junco del Nilo del que sale el papiro que, aplastado, estirado y alineado constituye el soporte fibroso sobre el que escribían los egipcios y después enrollaban para guardar su sabiduría en las bibliotecas.


El libro da cuenta de las aventuras que se prodigan en las bibliotecas, empezando por la más famosa, la de Alejandría y siguiendo con otras muchas. Con la de Pérgamo nos entera la autora de que los pergaminos medievales, esos de piel de cordero, toman su nombre del primer lugar en que se usaron.


La autora no es una simple historiadora; es una vividora de la aventura libresca: Oxford, Florencia, Bolonia, etc. Copio lo que dice desde la biblioteca de la ciudad inglesa, en la pág. 65:

Mientras me sometían al resto de controles, me acordé de aquellas bibliotecas de la Edad Media en las que se encadenaban los libros a las estanterías o a los escritorios para evitar robos. Pensé en las fantásticas maldiciones lanzadas a lo largo de la historia contra los ladrones de libros, textos oscuramente imaginativos que me atraen de forma inexplicable, quizá porque idear una buena maldición no está al alcance de cualquiera. [Una que se cita]:

“Para aquel que roba o pide prestado un libro y a su dueño no lo devuelve, que se le mude en sierpe la mano y lo desgarre. Que quede paralizado y condenados todos su miembros. Que desfallezca de dolor, suplicando a gritos misericordia, y que nada alivie sus sufrimientos hasta que perezca. Que los gusanos de los libros le roan las entrañas como lo hace el remordimiento que nunca cesa. Y que, cuando finalmente, descienda al castigo eterno, que las llamas del infierno lo consuman para siempre”.

Yo conservo mi carnet de investigador en la Biblioteca Nacional de Madrid, que usé en tiempos con frecuencia. Al acceder, siempre me cacheaban a mí y a mis pertenencias, cuidadosamente, pero más especialmente al salir.


En cierta ocasión pregunté al celoso funcionario por lo interesante de su función, y me respondió: Hay quien arranca páginas de un libro y se las guarda en el bolsillo. Y continuó con algo más aparatoso: venían echando en falta libros de una sección muy particular y, naturalmente investigaron en profundidad. Dieron con una pareja que se repartía el trabajo: uno extraía el libro atendiendo a todos los requisitos exigidos; luego acudía a una ventana que se podía abrir o que permanecía abierta “de oficio” (en unos servicios, por ejemplo). Al pie de la ventana, en el jardín, esperaba el otro para llevarse la presa y salir a la calle por la puerta del enrejado exterior de la biblioteca.


Continua nuestra autora con su aventura bibliotecaria en Oxford:

cada día, los bibliotecarios de la Bodleiana reciben mil nuevas publicaciones. Cada año, la colección aumenta en unos cien mil libros y doscientas mil revistas, es decir, más de tres kilómetros anuales de estanterías. A principios del siglo XX se empezaron a construir almacenes subterráneos y una red de túneles provistos de cintas transportadoras por debajo de la ciudad. Pero la avalancha de papel desbordó los sótanos y amenazó con su presión el alcantarillado de la ciudad. Entonces empezaron a mandar libros a otros lugares, fuera de la ciudad –a una mina abandonada y a naves industriales de las inmediaciones- …

Como he dicho, yo también solicitaba libros de la Biblioteca Nacional del paseo de Recoletos; unas veces, la entrega era inmediata, pero otras había demoras de días; tenían que pedirlos a Alcalá. Pude averiguar qué era eso de Alcalá cuando iba a visitar a mi cuñada en el hospital de la S.S. de Alcalá de Henares. Me pude pasear hasta él. Era un macizo y corpulento edificio de ladrillo rojo situado por aquellas afueras. Guardaba los libros que no cabían en Recoletos y, no estoy seguro de que pudiera con todos los que seguramente le llegaban.


Ya me he referido antes al junco del Nilo que en tiempo de los faraones se convirtió en un bien tan estratégico como lo es hoy el coltán de los teléfonos inteligentes (pág. 45). De la misma pág. copio: