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UNA EXPERIENCIA EXTRAORDINARIA


En 1994, es decir hace poco más de 20 años, se publicó mi libro La calidad total, una utopía muy práctica que, como se puede deducir del título, trata de calidad, de cómo obtenerla y de la relación de todo ello con la industria.


Alrededor de su página 188 me refiero a la resolución de problemas y particularmente a cómo implementar los diagramas de causa-efecto (los llamados de espina de pescado) para solucionarlos. De allí copio el siguiente párrafo:

Seguramente un buen médico, ejercitado en su oficio de diagnosticar enfermedades haría un excelente papel en un taller a la hora de encontrar causas de defectos, problemas o averías. Y no precisamente por entender de mecánica.


Paso ahora a contar mi presente. Este último verano ha sido el primero en el que he podido disfrutar de piscina en Madrid después de muchos años de frescura en la Sierra. Tomé la decisión de nadar a diario durante todo el año frente a lo que era habitual antes, de nadar sólo una vez por semana. El cuerpo lo agradece sin reservas.


Dentro del agua no soy precisamente un Mark Spitz, aunque así me llaman en la familia con el fin de estimularme. Sólo nado a braza, y muy mal. Eso sí, cada día me hago los 150 m que considero justos para mi edad y condición. Ni uno más ni uno menos.


El miércoles nadaba a eso de las 2 en mi piscina favorita del club Canoe del que soy socio desde hace cerca de 50 años. Como medida de seguridad y comodidad me gusta nadar en una calle que tenga escalera de salida. La que utilizaba en ese momento tiene, además otra mecánica de mando hidráulico adecuada para minusválidos. Justo antes de salir yo, había utilizado esta última un hombre algo poliomelítico que es también habitual del club. Ya fuera los dos, como de alguna manera nos estorbáramos me dice con gracia: espere que aparte mis muletas que son todavía más inestables que yo.


Mientras nadaba, y faltándome los últimos 50 m para terminar, empiezo a notar algo raro en mi brazo izquierdo. Pensé que se trataría de una especie de calambre o contracción muscular que consideré pasajera aunque me mosqueaba el hecho de no haber sentido el pico de inicio. Estaba equivocado: el dolor, en vez de menguar, crecía con el esfuerzo. Alcancé la escalera nadando como pude con sólo el brazo derecho y subí los escalones con dificultad y destemplanza.


Al pie de la escalera estaba el socorrista al que comenté mi situación por si tenía alguna idea que ofrecerme. Encontró la cosa un tanto rara. Le pregunté por el botiquín que había cambiado de sitio últimamente. Me indicó el camino. Hasta él subí dificultosamente y con mi bolsa de baño. Me recibió la médico a quien conté lo sucedido. Me observó comparando mis manos, tomó el pulso en la muñeca izquierda y, sin dudar un momento, me espetó: Tiene usted un trombo aquí: debe marchar inmediatamente a urgencias del hospital!


La isquemia se iniciaba en el lugar señalado, es decir, en lo que yo llamaría a falta de su nombre correcto, la corva del codo izquierdo (cuatro años después me entero de que a eso lo llama sangría el DRAE). En la muñeca no había pulso arterial, por tanto faltaba riego sanguíneo. Todo ello se correspondía exactamente con lo que yo acababa de experimentar: el trabajo de la palma de la mano izquierda contra el agua no tenía contrapartida en la energía que debía aportar, sin poder, una sangre no oxigenada, por estancada. Al cesar la natación remitía el dolor pero como el trombo debía seguir allí, al menor esfuerzo (secarme, vestirme, etc.) el dolor volvía con mayor o menor intensidad.

La médico, gentilmente me dio un breve resumen de su intervención y diagnóstico y a partir de ese momento, todo fueron prisas: acudió mi hija con coche para el traslado (mi mujer estaba ilocalizable), ingresé en Urgencias del Hospital Gregorio Marañón y ya todo fue sobre ruedas. Me hicieron un electrocardiograma, una batería de análisis de sangre y la prueba clásica de gestos para ver si tenía afectado el cerebro. No lo tenía. Se presentó el cirujano vascular y de acuerdo con la médico que me atendía decidió que era mejor una operación inmediata que un tratamiento prolongado con fármacos.


Fui trasladado a la sala de operaciones (al quirofanito, decía el celador que conducía mi cama); la operación tendría carácter ambulatorio, de manera que tan sólo habría de permanecer hospitalizado hasta la mañana siguiente, y no en habitación sino en una sala al efecto.


LA OPERACIÓN

Que el quirófano fuera menor no quiere decir que fuera precario; todo lo contrario. Se me aplicó anestesia local (que me dolió menos que la de los dentistas) y se me dispuso para tener monitorizada la tensión arterial durante la operación. A partir de ahí sentí todo el tiempo el efecto de la subida y bajada de presión en el manguito enrollado en mi brazo. Efecto perfectamente soportable.

Empezó la operación con todos sus preparativos que yo seguía escuchando atento desde la retaguardia a que estaba sometido por un lienzo velador de la escena.


En un momento dado la presión del manguito subió de forma tan alarmante que no pude contener un grito de dolor; el dolor continuaba aupado a mi convicción de que algo estaba fallando en el automatismo del tensiómetro. Ignoro lo que pasó pero aquello se serenó y la operación continuó hasta su final. Antes también sentí fuertes dolores coincidiendo con la extracción del trombo.


Todo acabado, el cirujano se dirigió a mí: Ha tenido usted la gran suerte de que el trombo se haya alojado donde estaba porque podía haber ido a parar al cerebro, al pulmón o al vientre, y entonces …


Le pedí si podía mostrarme el cuerpo del delito. Me alargó el frasquito que lo contenía. El trombo era grande aunque troceado; hubo que extraerlo a pedazos. Por rutina había que mandarlo al laboratorio de anatomía patológica.


Para mis adentros pensé: esto más que un trombo, es un trombón; desde luego no parece un trombón de varas; a lo mejor resulta que es un saxofón; en fin, el laboratorio nos lo aclarará.


LA POSTOPERACIÓN

Fue ésta más divertida que la operación. Me recordó mucho a la Noche de Valpurgis aunque sólo fuera por los diez dolientes que resultamos convocados y numerados en aquella sala común del hospital. Desde luego no hacía tanto frío como en Davos pero como me acomodaron al pie de una ventana y soy muy friolero (para eso soy de Soria) enseguida intenté conseguir una manta y que me cambiaran a un sitio más resguardado.


Una sola manta me resultaba escasa porque venía del quirófano donde estuve arropado con una especie de sábana-saco que se mantenía llena de aire caliente. La enfermera confidenció: “Ahora, cuando alguien esté descuidado le robo una”.


Bien empieza la broma, me dije. Y me vino a la memoria aquella otra que, cuando me operaron de una hernia me obligaba a andar por el pasillo, dolorido a tope como estaba. Yo racaneaba y ella se dio cuenta en seguida; se me enfrentó para decirme: ”Ve aquella puerta que hay al fondo del pasillo? Pues ahí guardo un vaquilla y si veo que no anda ligero se la suelto y ya veremos si corre!”.


De todas maneras, y por si bromas o veras, me así con fuerza a las dos mantas. Así pasaron las horas y entramos en la nocturnidad doliente. No la contaré toda porque me faltan datos; me limitaré a mis cuatro vecinos advirtiendo que el doliente coro era mixto: antes del 6 de mi cama había dos hombres y detrás, dos mujeres.



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