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QUIÉN hay detrás

QUÉ hay detrás

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Pgs. 1    2     

Contaré ahora mi experiencia personal. En mi libro Mathematics and Origami tengo escrito, con bastante atrevimiento, que es justo lo contrario de LPC, que el término papiroflexia no es el más adecuado al caso, ya que lo que maneja la papiroflexia es el papel plegado. Aún admitiendo que para plegar el papel hay que flexarlo primero, me parece abusivo aplicar la denominación de lo previo a lo que es producto final.


Así yo propongo hablar de Papiroplegia, con g de plegado, a manera de neologismo. Enfatizo lo de neologismo porque, añado, para que lo fuese menos habría que decir Papiroplejia con jota que tendría dos inconvenientes: carece de las connotaciones del plegado y aproxima al sufijo –plejia que recuerda a la hemiplejia, a los tetrapléjicos y a otras palabras de la familia con el mismo sufijo, que nada tienen que ver con lo tratado.

     

Con la iglesia hemos dado, Sancho!

     

Algo así tenía yo escrito en un artículo que debía publicarse en INTERNET. El artículo se publicó a satisfacción de quien me lo había pedido, y del editor, pero a condición de que suprimiera mi divagación tetrapléjica  y dijera en su lugar algo así como que “papiroplejia parecería un vocablo médico” … (parece que así no se ofende a ningún enfermo).

     

La manifestación más ostensible de LPC es el buenismo. Se da éste en dos variantes, el de pacotilla y el de calidad. El primero viene a significar algo así como: “Mira qué cosas digo para que veas lo bueno que soy; si tú no te identificas con esta bondad mía, es que eres malo”.


     Esta clase de buenismo no es otra cosa que la hipocresía a la que se refiere Quevedo. Es una forma de neopuritanismo. Los progres no caen en la cuenta de que con él están incurriendo en todas las maldades que ellos, tan buenos, atribuyen al puritanismo.

     

El buenismo de calidad es otra cosa. Lo describe muy bien J.A Pagola en su libro Jesús (editorial PPC 2007) al tratar exhaustivamente de su protagonista. Lo que ocurre con los dos buenismos es que por ser diacrónicos se prestan a todo género de manipulaciones. Trataré de explicarme con un ejemplo.

     

Jesús, en sus andanzas por Galilea lo hizo muy bien mezclándose, enseñando y curando a pobres, ricos, poderosos, humillados, enfermos físicos o síquicos, desheredados, indigentes, devotos suyos, prostitutas o ladrones. Para él, todos eran, cada uno, hijos de Dios con derecho a un mismo tratamiento amoroso.

     

Todos de acuerdo; pero llegan los progres y promulgan la ley de educación nosecomosellama que hace convivir en la misma clase a: listos, tontos, vagos, superdotados, hiperactivos, autistas, pasotas, voluntariosos, abúlicos, ágrafos, iletrados, enfermos de cualquier etiología, agresivos o pacifistas, dominadores, adictos a la secundidad, sumisos e insumisos. Obsérvese que no hago distinciones (no son suficientes las apuntadas?) de raza, religión, país, familia, etc.

     

Mientras esperamos a saber qué haría Jesús como profesor de esa clase, los progres ya se sienten realizados sólo con pensar en lo que han conseguido. Y, ¿qué han conseguido? Pues si tomamos como referencia lo que se puede leer de los magníficos maestros de la Institución Libre de Enseñanza (tan apegada al corazón de los progres), los centros educativos de ahora se han convertido en Instituciones libres de Enseñanza. Todo un éxito.

     

Pero volvamos al lenguaje. Tuve yo en mi Bachillerato un magnífico profesor de griego (cuya aula era la misma donde enseñó A. Machado) que, como el alumno se descuidara algo, le gritaba: “idiota!”. Traducido en suavidad es como si le hubiera dicho: “Hombre, no sea V. tan particular, no sea tan ajeno a esta asignatura …”

     

Ésta sería la interpretación de mi profesor de griego con resonancias a idioma, idiosincrasia, etc; pero todos sabemos que no es la única posible, pues las palabras suelen ser polisémicas. Al protagonista de El idiota de Dostoyevsky lo llamaban así quienes no lo conocían bien y tomaban su ingenuidad por estupidez. El diccionario de la Real Academia define la idiocia como el “Trastorno caracterizado por una deficiencia muy profunda de las facultades mentales, congénita o adquirida en las primeras edades de la vida”.

     

Mi profesor habría entendido muy bien que a él le hubieran llamado minusválido, inválido o impedido. Lo era. De elevada estatura y con las manos agarrotadas, se movía lenta y dificultosamente apoyado en largas muletas de madera. Su madre era el ángel custodio que lo acompañaba siempre y pacientemente ya fuera al parque o a la clase. Los alumnos mayores lo subían en volandas los tres escalones que separaban la acera del primer nivel del edificio.

     

Pero quiero romper una lanza a favor del progreso humano que espero siga progresando a pesar del progresismo de los progres. Y para ello voy a copiar literalmente el cuadro que encuentro en la pág. 51 del libro Manual de terminología editado por los Servicios Gubernamentales de Canadá, y que ha llegado a mis manos por ocuparme en la confección del Diccionario Español de la Ingeniería.


persona con discapacidad vs. minusválido, inválido, impedido

Leandro Despouy en el informe Los derechos humanos y las personas

con discapacidad, publicado por la ONU en 1993, menciona que la fuerte

controversia que existe en español por cambiar la terminología y en

consecuencia la ideología de las personas con respecto a las “personas

con discapacidad” no parece plantearse con igual vigor en otros idiomas.

En español, dice Despouy, existe una multiplicidad de términos para

designar a las personas con discapacidad: “minusválidos”, “inválidos”,

“impedidos”, “incapacitados” , etc., si bien cada expresión tiene su

propia connotación, algunas veces se usan en forma indistinta y en

muchos casos entrañan una verdadera desvalorización de la persona.

Así pues, la “minusvalía”, según la Real Academia de la Lengua

Española, implica una disminución del valor de algo o alguien; la

“incapacidad”, la falta de capacidad para hacer o aprender una cosa.

María Moliner, en su Diccionario de Uso del Español, consigna al término

“impedido” como sinónimo de inútil, mientras que Despouy comenta que

la palabra “inválido” quiere decir “falto de valor”.

En un contexto donde lo “políticamente correcto” gana cada vez mayor

importancia y donde se tiende a desalentar toda referencia que califique

a la persona mediante sus limitaciones funcionales, Despouy propone

utilizar el término “persona con discapacidad”.

Despouy recomienda “discapacidad” (palabra formada con el prefijo dis

que señala una distinción o una diferencia) por reflejar con mayor

claridad y rigor científico una capacidad distinta de la normal. Además

sugiere que al anteponer a la palabra “discapacidad” la expresión

“persona con” se evita toda connotación peyorativa pues, al no

sustantivar adjetivos como deficiente o discapacitado, se salvaguarda la

sustantividad de la persona y el carácter adjetivo de la discapacidad.



Lo que antecede no necesita comentario. Es un buen ejemplo de cómo han de decirse y hacerse bien las cosas. El único requisito es explicarlas debidamente y no sacarlas de quicio.


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