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QUIÉN hay detrás

QUÉ hay detrás

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Ya me he referido antes al pensamiento y al estilo de un texto, y un poco he dicho sobre las palabras. Acerca de éstas hay dos cosas que preocupan a los traductores de hoy: su cantidad y su calidad.

Hablemos de cantidades. Hoy el español está poblado de palabras largas, alargadas y esdrújulas. Parece que la palabra proparoxítona es el fin anhelado de todo discurso tanto hablado como escrito. Puesto que lo normal es que esa forma se asiente sobre muchas letras, el recurso es alargar las palabras. Así podemos encontrarnos con momentáneamente, endógenamente y otras muchas que, casi siempre, y por añadidura, exhiben empleos erróneos (Lázaro Carreter dixit). No importa, son palabras largas y eso es lo que vale.

Otra forma de alargamiento y consiguiente error de uso es, por ejemplo, decir animosidad por ánimo, humanitaria por humana, y cosas por el estilo.

Por otro lado, vivimos en la edad de la delegación y ello afecta al lenguaje. Todo se delega en alguien: en los políticos, en la televisión, en mi abogado ... Hoy nadie canta: eso está delegado en los cantantes. Si mi vecino de puerta me salpicó con la sangre de su mujer cuando la mató a puñaladas delante de mis narices, tengo que delegar en el juez para que dentro de un par de años ya pueda dejar de llamar presunto asesino a mi vecino. Será una lástima, porque lo que gusta a todo el mundo son los parlamentos estirados.

Sin embargo no hay que ser pesimistas. Esto que nos pasa a nosotros ocurre también en otros idiomas y en todas las instancias. Lo que normalmente puede uno encontrarse en el texto inglés de un Organismo Internacional es algo como esto (y no se crea que exagero): “No existe evidencia objetiva de que efectivamente pudiera darse la circunstancia de que alguien aportara alguna duda ...” En cristiano: “No hay duda”.

Naturalmente, al traductor, sí que le asalta la duda: ¿Ha de traducir lo que se dice o lo que se quiere decir? Incluyendo un problema de conciencia: él sabe que cobra a tanto la palabra! Y no es eso lo malo; lo peor es que la otra parte también lo sabe.

Además hay una grave cuestión añadida: Los que dan a traducir no suelen ser como Freud que se deleitaba con su obra bien traducida. Más bien son unos chapuceros que se hacen traducir sus libros de instrucciones por obligación: como no tienen más remedio, acuden a traducciones por subasta a precio de saldo con la consecuencia de la calidad deplorable que todos conocemos. No importa: se ha cubierto el expediente. Parece mentira que incluso firmas de prestigio caigan en esta trampa.

A veces el error es aún de mayor calado. Para desconcierto de usuarios de programas informáticos, sus tutoriales de ayuda (lo siento, pero le tengo apego a este mi neologismo tan castellano) les llevan por laberintos que no conducen a ninguna parte.

Parece que quienes diseñaron los índices y los contenidos no se llevan bien, y unos ignoran las palabras clave de los otros. Esto ya es grave en el inglés original, pero cuando las instrucciones están traducidas, puede llegarse con facilidad a la cefalea, cuando menos.

Terminaré hablando de la calidad de las palabras, es decir de su significación. No hay que insistir, porque es de sobra conocido, que el español tiene dificultades para seguir el ritmo productivo de otros lugares abanderados del progreso técnico; para no andarme por las ramas me ceñiré al inglés.

Lo malo no es tanto esa dificultad como el modo acomplejado de hacerla frente. Quienes son conscientes del problema oscilan entre el neologismo imposible y la equivalencia más bien rancia de una palabra ya asentada en el diccionario. Nos falta valor para sustituir un posible neologismo por la nueva acepción que podemos dar a una voz común y corriente.

En esto tenemos que aprender de los angloparlantes que no se rompen la cabeza con academicismos a la hora de bautizar como software o hardware lo que ya sabemos; o llamar hub a un centro de distribución con simbolismo radial, o cluster a lo que recuerda un racimo, como conjunto de cosas, o emplear blister (vejiga, ampolla, burbuja) que a nosotros nos llevaría a hablar, p.e., de “unas burbujas de chocolatinas”, para no mencionar al célebre “mouse”.

La bipolarización a que me refería antes, siempre a la defensiva del acoso que una lengua asentada sufre por parte de otras, es una actitud típica de todos los tiempos y de todas las lenguas. Curiosamente se refiere siempre al neologismo y suscita la reacción contraria de aceptación de neologismos como medio de supervivencia.

Las lenguas necesitan nombrar las cosas nuevas (en tiempos de Virgilio no había butano), renovar palabras gastadas (o seguiremos diciendo ca en vez de porque?), y dar apariencia más presentable a otras (una clínica, ¿se anunciará como que practica “lifting”, o “estirado de la piel”?; aunque viene a ser lo mismo, lo último es lo que recuerda el oficio de las tenerías, es decir, de los curtidores).

Vivimos en la era del eufemismo y los creativos, ese producto de nuevo cuño, están decididos a liderarla.

Defensores del neologismo fueron, por ejemplo, el helenista Horacio (siglo I AC), Juan de Valdés (siglo XVI), el padre Feijoo (siglo XVIII) y Lázaro Carreter -del neologismo necesario, no del frívolo- (siglo XXI).

Como digo, a la hora de tratar estas cuestiones todo el mundo piensa en el neologismo, pero casi nadie en la polisemia. El Webster afirma que el inglés es menos polisémico que el francés. Tengo la impresión de que este aserto está ahí desde el siglo de las luces en que probablemente era cierto. Ya decía el P. Feijoo que los jóvenes deberían estudiar preferentemente francés porque “en él hablan y escriben todas las ciencias y artes útiles”.

Probablemente hoy la cosa ha cambiado. La polisemia francesa se habrá estancado y la del inglés debe estar creciendo de manera imparable. Es imposible dar abasto al crecimiento verbal con el puro neologismo. Ya he dado ejemplos.

¿Cuál sería entonces la solución? Mi respuesta es: La traducción, que enriquece la polisemia de las palabras. El calco, como dice Lázaro Carreter. Ratón por mouse. No tiene sentido seguir escribiendo mouse como si fuera un neologismo en medio de un texto castellano.

Y es que estamos tan acomplejados que no nos damos cuenta de que el propio inglés nos adelanta creando palabras en un ejercicio polisémico del sentido común.

Soy consciente de la dificultad. He citado el ejemplo tan bueno y tan simple del ratón a sabiendas de que hay tutoriales traducidos en que se emplean alternativamente las dos formas, inglesa y española (el diccionario de la RAE recoge la acepción informática de ratón, pero no la palabra inglesa como neologismo). No digamos ya cuando se trata de términos más complejos conceptualmente, más abstractos o menos evidentes.

Nos falta, como digo, valor y el sentido del humor que tan bien viene para curar complejos. No puedo echar de mi memoria lo de aquel que había vuelto de Francia y explicaba a sus amigos cosas tan singulares como ésta: Hombre, está bien que al pan le llamen pain y al vino vin. Pero que llamen fromage a eso que te ponen sobre la tablita y que estás viendo con tus propios ojos que es queso ... ¡Hombre, eso, no!

No hemos de tener miedo a la polisemia: ésta enriquece el lenguaje. Lo contrario, es decir, una voz para cada concepto, y para cada concepto matizado, es una aberración que conduce a la destrucción de una lengua o, en el mejor de los casos, a que esa lengua sea patrimonio de unos pocos que, por dominarla, terminan dominando a la mayoría de la gente.

Me temo que con esto no estaría de acuerdo Lichtenberg, pero no me importa. Dice el sabio alemán en su aforismo 297: ”En vez de cada palabra aislada podrían crearse seis; expresamos demasiado con una sola palabra”. Seguramente si viviera hoy pensaría de distinta forma.

Frente a los neologismos frívolos de charlatanes y plumillas que hace tiempo debieran estar cesados por sus jefes si no fuera porque estos son del mismo pelaje, yo apelo a los buenos traductores. Digo a los buenos, porque de los malos está lleno el reino de los prospectos y las cartas noticiosas. A los buenos pondré un ejemplo para entendernos: llámese “empresa brote” a las spinoff, porque eso es lo que realmente son. Que acudan luego los lexicógrafos de la Academia a fijar su definición.

Los buenos traductores, que se atrevan con los neologismos y con la polisemia, que no deleguen en la Academia y que ésta los tenga censados para consultarlos en beneficio de todos. Así sea.


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