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TRADUCCIÓN TÉCNICA (verano de 2004)


Quien haya ejercido de profesor universitario sabe que sus alumnos no suelen ser precisamente dechados de cultura general ni de dominio de su lengua materna, y sin embargo se espera que cualquiera en posesión de un título de técnico superior que conozca mínimamente el idioma de origen es apto para hacer una buena traducción técnica a nuestra lengua.

Es más, se suele desconfiar de los licenciados en traducción técnica precisamente por el hecho de que no sean técnicos especializados.

La cuestión no es sencilla y por eso no quiero avanzar más sin acercarme a un ejemplo paradigmático de buena traducción técnica. Me refiero a la traducción al español, directamente del alemán, de las obras completas de Freud.

Y pondré este ejemplo porque los técnicos tendemos a revestirnos con la deformación profesional de pensar que no hay más técnica que la nuestra, la de la ingeniería, cuando es bien sabido que técnica es el conjunto de procedimientos y recursos de que se sirve una ciencia o un arte.

Por supuesto, una mezcla de ciencia y arte es la obra de Freud: una deliciosa lectura incluso para los no especializados.

Freud, de joven, se inició en el estudio del castellano para, con otros amigos, disponer de un medio de entendimiento que hurtaban a quienes no fueran de su grupo: sólo un juego de juventud, en definitiva.

Pero he aquí que, gustado el medio, enseguida encontró Freud un fin al pasatiempo. Nos lo deja dicho en la breve carta a su traductor D. Luis López Ballesteros y de Torres, firmada en Viena el 7 de mayo de 1923. La carta dice así:

Siendo yo un joven estudiante, el deseo de leer el inmortal “D. Quijote” en el original cervantino me llevó a aprender, sin maestros, la bella lengua castellana. Gracias a esa afición juvenil puedo ahora -ya en edad avanzada- comprobar el acierto de su versión española de mis obras, cuya lectura me produce siempre un vivo agrado por la correctísima interpretación de mi pensamiento y la elegancia del estilo. Me admira, sobre todo, cómo no siendo V. médico ni psiquiatra de profesión ha podido alcanzar tan absoluto y preciso dominio de una materia harto intrincada y a veces oscura.


Hasta aquí, la concisa y bien compuesta carta del sabio austriaco. Su última parte no tiene desperdicio y debería figurar en el frontispicio de todas las facultades universitarias de traducción e interpretación que son, por cierto, de creación muy reciente en España.

No será ocioso dejar constancia, al paso, de las principales materias que suelen enseñarse en una facultad de traducción: Traducción especializada (fundamentos y generalidades); ídem de Traducción General. Traducciones especializadas: Literaria, Audiovisual, Jurídica, Económica y Técnica (alemán, inglés y francés como lenguas de origen). Por supuesto, aquí no se enseñan idiomas: se dan por supuesto. Igual que se le supone al traductor inteligencia y cultura: lo primero para calar en el pensamiento original y lo segundo para adoptar el estilo adecuado a ese pensamiento.

Meto en el mismo saco la traducción y la interpretación porque así se hacen mutua compañía en los planes de estudio universitarios, pero a sabiendas que la interpretación, ya sea simultánea o sucesiva, supone una tensión añadida que requiere grandes dosis de resistencia sicológica no exigibles a la mera traducción.

Lo cual no quiere decir que la traducción no sea interpretación: es que la traducción consiste precisamente en eso, en interpretar el pensamiento que se esconde en el lenguaje original. Lo deja bien claro Freud en su carta.

El dar por sentado aquello de “tradutore, traditore” no es un buen principio. Cuando alguien está acostumbrado a leer en su lengua materna y en otro idioma pasivo, enseguida le saltan a la vista detalles por los que se les ve la oreja al traductor. Primero son las palabras y las expresiones. Enseguida acuden sospechas de pensamiento.

La grandeza del buen traductor estriba en su capacidad de dominar el fondo y la forma de su trabajo. El fondo es, como acabo de decir, la interpretación correcta del pensamiento original. Es como repensar esa obra original. Es una fase más en el proceso de creación.

Se podría decir que una obra no está completa si no se ha traducido. De ahí el timbre de gloria con que se condecora todo escritor cuando puede decir que su obra se ha traducido a tantos idiomas. Y no es la traducción como rutina lo que vale, sino el diálogo permanente entre traductor y autor. Los buenos traductores lo practican incluso ante la sorpresa de los autores que aún no habían caído en la cuenta de la traducción como valor añadido a su obra.

El proceso sería éste: el autor original tiene unas ideas que pone sobre el papel en su propia lengua; ello le sirve para clarificar su propio pensamiento mediante el ordenamiento de esas ideas, a fin de poder pulir después el estilo. Luego entra en escena el traductor enfrentándose con el pensamiento y los matices que a éste imprime el estilo: él debe ser capaz de trasladar todo aquello a unos lectores que han de interpretarlo a su vez, en su lengua materna.

Los traductores disponen hoy de muchas ayudas para su trabajo, casi todas de orden material y para “industrializar” la aplicación del procesador de texto: unas son más valiosas y otras son menos de fiar. Casi todo el mundo usa ese procesador que llaman “guerra” y que a cualquiera con sensibilidad de idioma pasivo le eriza la cabellera cada vez que lo oye mentar así.

Existen aplicaciones de memoria para la traducción, muy prácticas. Y algunas con nombres tan adecuados que nos compensan con ellos de otros sufrimientos. Bienvenidos sean a cualquier idioma los neologismos de postín entre tantos otros de lance. Hubo un comentarista deportivo que por lucimiento -supongo- dijo que tal equipo que peleaba lo suyo frente al contrario estaba muy “unitado”. No sé si quiso decir que estaba muy conjuntado o que jugaba como si fuera el Manchester (United, deduzco).

El caso es, digo, que algunas de aquellas ayudas lo que hacen es memorizar contextos en los que aparece una cierta palabra; luego, cada vez que vuelve a aparecer tal palabra en la pantalla se acompaña de los contextos anteriores a fin de que el traductor pueda optar por repetir la voz tal cual en beneficio de una deseada uniformidad, o matizarla según el último contexto aparecido acudiendo a sinónimos para enriquecer el parlamento.

A uno de esos programas sus autores lo han nominado con ingenio y acierto “dejà vu”, pues es esa circunstancia la que el programa detecta.

Como es sabido, el fenómeno “dejà vu” es conocido en psiquiatría desde hace mucho. No explicado satisfactoriamente, consiste en que alguien puede encontrarse en un entorno desconocido con la impresión, desde luego falsa, de haber estado allí antes. Se trataría, tal vez, de un proceso de reconstrucción que utiliza fragmentos reales ya vividos para crear una falsa impresión. Sería algo así como un sueño vivido en plena vigilia.

Otros programas de memoria para traductores son por ejemplo, Star Transit y Trados, éste último el más utilizado. Como he dicho, estos programas ayudan al estilo y éste no es sino pensamiento matizado. Tal vez esta apreciación explique la admiración de Freud al final de su carta, por alguien que ha penetrado su obra tan sabiamente sin ser un especialista en ella.

Lo decía León Felipe: “Para enterrar a los muertos /  como es debido / cualquiera sirve / cualquiera, menos un sepulturero.”

Quien hace una traducción con inteligencia, pero con devoción también, es capaz de penetrar el pensamiento original con los matices que necesita quien va a leerlo en su lengua materna.

No es bueno que el traductor crea que conoce todas las palabras y sus acepciones, ni de la lengua original ni de la suya materna. Es más, pienso en la conveniencia de poseer un conocimiento inicial limitado del diccionario. Así, el traductor, ni se pasará de listo ni se llevará sorpresas. A cambio, naturalmente, ha de tener a mano los dos diccionarios.

Una ayuda elemental pero muy práctica consiste en tener ambos documentos, original y traducción, en sendas ventanas abiertas simultáneamente (en el caso normal de usar Windows), con los dos diccionarios correspondientes alojados en la barra de tareas del sistema operativo. Afortunadamente en Internet están disponibles el de la RAE, el de la Academia Francesa, el Oxford, el Webster y otros. Con este simple manejo se aprende mucho, se vence la pereza y se puede traducir bien.

Cuando antes hablaba de pasarse de listo me refería al apego que solemos tener a ciertas significaciones de manera que cualesquiera otras las damos por descartadas a priori. Y de ahí la fuente de sorpresas y el caudal de aprendizaje, tanto en el idioma pasivo como en el propio.


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