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Al día siguiente, dos señoras que venían de la ciudad se dirigieron a la tienda de Harry Smith y, para mostrar las indignidades que habían tenido que soportar, la mayor enseñó la sangre que aún le goteaba en el cuello por haberle arrancado los pendientes desgarrando las orejas aquellos peores que salvajes que ni se molestaron en descolgárselos.

Ese oficial narrador era el teniente Harry Smith de 25 años que lo contaba cuando tenía 58 y era uno de los generales de más alta jerarquía en el ejército inglés de la India. Como ejemplo de aquellas atrocidades, vean lo que se narra en la página 169:

Y continuó:

No había divisado otro seguro que aquel recurso poco delicado al que se había acogido: venir al campamento y confiarse a la protección del primer oficial británico que estuviera en situación de protegerlas; y tal era su fe en nuestro carácter nacional que sabía que no apelaría en vano.

Harry Smith hace este retrato de aquella mujer a la que amó toda su vida, y que se llamaba Juana María de los Dolores León:

Ningún soldado fue objeto de tanta honra como yo en la posesión de esta querida niña (que no era casi más que niña en aquel momento) dotada de un sentido de honor, un entendimiento superior a sus años, un espíritu masculino de tal vigor de carácter, con un sentido de la rectitud, … y todo ello alojado en una forma del modelo natural más hermoso y delicado.

Se casaron y Juana acompañó a su marido en todas las batallas: Arapiles, Vitoria y, por fin, Waterloo. El acompañamiento no era de gabinete; es que estuvo con él en el frente que, a veces, se llenaba de cadáveres. Copiaré tan solo un detalle de su comportamiento. Marchando hacia el norte, sus tropas avanzaban por territorio francés.

La noche era lluviosa, con agua-nieve en el aire y un frío excesivo y helado. Mi pobre mujer estaba casi agotada, hasta que al fin la instalamos en una casita cómoda, en la que la pobre francesa, viuda, encendió el fuego y en media hora o así hizo un caldo que trajo en una bella sopera de Sèvres que, según nos dijo, le habían regalado muchos años antes el día de su boda, y que no había usado desde la muerte de su marido. Deseaba que mi mujer supiese lo contenta que estaba de servir a una nación que había liberado a Francia de un usurpador.

El mal tiempo seguía arreciando y al día siguiente, alojados en una casita junto a la carretera vemos entrar a mi asistente con la mismísima sopera llena de leche. Enterados de que no habíamos de reanudar la marcha hasta el día siguiente (pág. 179)

Mi mujer mandó venir a West y le dijo: “Trae mi caballo y el tuyo y una ración de cebada en tu mochila; y volviéndose a mí: Me voy a ver a un oficial que hirieron anteayer, y si tardo un poco, no te apures”. Aun siendo ella tan jovencita, nunca refrené sus deseos en tales cosas, por tener plena confianza en su buen sentido y haberla visto muchas veces visitar heridos y enfermos.

Supongo que la ración de cebada estaba destinada a dar acomodo en la mochila a la frágil sopera.

Era ya de noche y no había vuelto, pero preferimos no cenar hasta que llegase. Pronto llegó, helada y toda cubierta de fango salpicado de haber cabalgado duro por un camino sucio, hondo y hecho un barrizal. Riéndose nos dijo: “¿Qué? ¿por qué no habéis cenado? Pedid la cena. En seguida me cambio.” Ambos en dúo: “¿Pero dónde has estado?” “Bah. No os incomodéis. Ya veis que no me han hecho prisionera. Me fui a Mont de Marsan a devolverle la sopera a la pobre viuda.”

Por fin, Waterloo y la paz. Y en 1850, la fundación de una ciudad llamada Juana …