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QUIÉN hay detrás

QUÉ hay detrás

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Es hora de hablar de la familia protagonista y de su entorno. Está compuesta por los padres y un hijo de unos ocho años, aburrido en su soledad de normas a respetar. El padre, un simplón pretencioso y la madre, una maruja de primera. Ésta, con el trapo del polvo siempre en la mano, se lo

pasa a todo lo que está quieto. Por ejemplo, al Chevy que parte conducido por el marido que va a trabajar a su fábrica. Según se aleja, ella ondea su trapo a modo de despedida mientras el polvo se difunde hasta perder de vista el vehículo. Hay una criada antigua y uniformada que se asusta de tener que pasar delante de la célula fotoeléctrica para rescatar a los ocupantes del coche que se han quedado atrapados dentro del garaje al cerrarse la puerta automáticamente.


Hay una vecina solitaria que se nota cómo alguna vez fue joven: rubia, de desenvoltura artificial y siempre dispuesta a llamar la atención, coqueteando, si hace falta. En una ocasión, antes de una reunión para invitados en el jardín, se ve al dueño de pie, dirigiéndose airado a alguien que se entrevé tras la puerta de entrada (ésta tiene unas rendijas que lo permiten), a quien, pensando que se trata de un vendedor ambulante, conmina: “Aquí no necesitamos alfombras. ¡Tenemos de todo!”.


Para sorpresa del espectador (de la película), quien entra es la vecina rubia ataviada a la última de forma indescriptible: tocada con una especie de cubrecabezas – manteo que, efectivamente parece más una manta o una alfombra que cualquier otra cosa.


El protagonista es el tío. Yo lo llamaré Tatí olvidándome del nombre que el propio autor Tatí le ha puesto. Es flaco, alto, con sombrero, de gabardina amplia (no hay por menos que recordar otra gabardina famosa, la del comisario Colombo, el de la serie policiaca americana), con su pipa, su paraguas y una bicicleta tan flaca como él; en su flaco transportín sienta a su sobrino para trasladarlo de vez en cuando. No tiene trabajo y es bastante metepatas. Vive en una casa extraña no lejos de su hermana, por si puede conseguir un empleo con la ayuda de su cuñado.


La vida sigue y, tatí termina alojado en la casa robotizada del cuñado y trabajando en su fábrica. Y metiendo la pata por doquier. La robotización le supera. No acierta a colocar debidamente una silla de jardín con aspecto de hiperboloide de dos hojas, para sentarse. Siempre duda cual de las dos ha de apoyarse en el suelo.


El día que estrena trabajo es para recordarlo. Como no entiende de fringe benefits y ha madrugado más que el cuñado, cuando éste llega un poco más tarde (es lo que cabe esperar de un superjefe), se encuentra con un aparcamiento de esta guisa: ocupadas todas las plazas de empleados y, la suya, destacada en solitario de todas ellas y al pie de la entrada principal del edificio, también ocupada … ¡por la bici esquelética! …


Yo pude enterarme de un fringe benefit muy particular con ocasión del viaje de trabajo que hice una vez a Argel. En la compañía estatal que visité tenían un servicio especial (urinarios y demás) para ejecutivos selectos. En él se guardaban las esencias más puras que no habían de contaminarse con los malos olores de la plebe. Cada ejecutivo poseía su correspondiente llave.


La arquitectura. El contraste de las viviendas en que se alojan Tatí y su hermana es la esencia de la película. La del primero está en el pueblo. La otra, en el suburbio, que dicen los americanos (la zona residencial, que decimos nosotros). La primera es un conglomerado de añadidos que dan lugar a un entretenido subir y bajar escaleras que, entre pasillos dan acceso al elevado lugar donde Tatí vive con su canario. La hija de la portera, talmente la tonta del bote. Esa que la copla aclara que todos dicen que eres tonta, pero te metes en casa. Se mete en casa pero a la primera oportunidad, coquetea con el señor Tatí.


En la casa robotizada todo es automático: tocan el timbre de la puerta de entrada y lo primero que ocurre es que se activa el chorro del pescado que preside el jardín desde su estanque. Si es de noche, dos ventanas como ojos en lo alto parecen vigilar a quien entra, siguiéndolo de reojo. El césped del jardín está surcado por un sinuoso camino o salpicado por baldosas blancas repartidas por el verde, que invitan (obligan al curioso) a pisarlas con suma habilidad evitando el césped.


Algo parecido ocurría con mis patronas de Madrid en 1949: nos obligaban a caminar arrastrando un par de alfombrillas sobre el suelo para evitar que pisáramos sobre la madera barnizada del piso.


Hay en la película infinidad de situaciones chuscas, de humor fino, que no son para contarlas, sino para verlas. Todas están asociadas a su núcleo argumental. El lector queda invitado. Parece claro que quien sí vio la película en su día fue el que dirigió otra 10 años después bajo el título de The party (El guateque) y con Peter Sellers como protagonista.


Por la crítica que he visto de ambas películas resulta que a la gente le gusta más la segunda. A mí, no. Aparte de que el jardín de la última es una copia descarada del de Mon oncle, no veo la gracia de admirar a un Peter Sellers embadurnado de oscuro para que parezca de la India y las patochadas que puede hacer un camarero borracho. Pero claro, diez años son mucho tiempo, y los tiempos adelantan que es una barbaridad. Recuerden el chotis de la copla que decía:


El tiempo que tardaba usté a la Bombi

del centro de Madrid en un simón,

le lleva a Nueva York un aeroplano.

¿Y qué hace tan temprano en Nueva York?