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QUIÉN hay detrás

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MON ONCLE (Mi tío)

Premio Oscar de Hollywood a la mejor película extranjera de 1958.

Autor, guionista, director y actor principal: Jacques Tatí (de origen ruso).


Hacía muchos años que había visto esta película y, con gran alegría he podido volver a verla. Ahora sabe mucho mejor que entonces porque su remanso de sencillez, sosiego, gracia y perfección cinematográfica desplaza a los malos humores, chabacanerías y efectos especiales rápidos y sobreactuados de las películas actuales.     


La tengo en el ramillete de mis películas preferidas junto con “Bienvenido Mr. Marshall”, “Patrimonio Nacional” (las dos de Berlanga), “Uno, dos, tres”  (Billy Wilder) y “Un Gánster para un milagro” (Frank Capra).


Película francesa a más no poder, conjuga magistralmente su raigambre con su mensaje a la americana. Estoy en condiciones de apreciar este detalle porque precisamente cuando se hizo, vivía yo en EE.UU.


La película es un puro alarde de armonía de contrastes: El progresismo de la modernidad americana (agudizada hasta lo juliobernesco) y un pueblo de la Francia profunda. Esa Francia que yo pude experimentar incluso bastante más tarde (década de 1970) y que no recuerdo si ya la he relatado, pero que voy a repetir, por lo a cuento que viene ahora.     


Se trataba de que en mi fábrica de Madrid teníamos un problema serio con los tubos de poliamida 6 que nos fabricaba en el barrio de Legazpi un pequeño taller con licencia francesa (También en Mi tío son protagonistas unos tubos de plástico). Me fui a París para tratar la cuestión en la casa matriz. Muy gentiles, me acompañaron al valle del Loire (no recuerdo si a Blois o a Tours) para estudiar el asunto en la fábrica de reciente implantación (en Francia también querían industrializar las zonas rurales). Nos recibió el director con estas palabras: “Pues es una lástima que vengan ustedes en tan mal momento: Es la temporada de las ranas y los operarios se han marchado en masa a por ellas y nos han dejado la fábrica en cuadro”.


Esto, en Francia. A EE.UU llegó desde Córdoba en 1958 otro compañero nuestro para acompañarnos durante unos meses. Lo que más le llamó la atención, de recién llegado, era, nos dijo, lo ricas que eran allí las basuras. Su riqueza consistía en los contenedores de plástico pequeños o grandes y de diversa apariencia, que la componían.


La basura profunda, la popular de la película, se amontona a granel en la calle hasta que llega el mugrero con su carro y su caballo. Lo siguen los perros que antes ya habían dado cuenta de ella a su placer. Era de ver cómo uno voltea una lata de sardinas abierta y lame su aceite residual. El conjunto perruno acompaña alegre y zigzagueante al mugrero, a la usanza de las gaviotas que siguen a los ferris del Canal de la Mancha.


Los perros. ¡Oh los perros! Son unos actores secundarios de primera! Los que introducen la película correteando a vueltas y revueltas como si fueran las moléculas de un gas. Parece que quisieran reivindicar con su primera presencia, el hecho de que a Tatí se le hubiera olvidado ponerlos en el reparto.


Recuerdan a la dama y el vagabundo de Disney porque sirven para redondear la gran metáfora de la película: el contraste del hartazgo a que se llega con las normas de la modernidad, por una parte, y la libertad  que permite a cada cual vivir a su aire. No olvidar que la perrita de la familia robotizada, envuelta en su pequeña manta de lujo, también se incorpora a la corte de los callejeros. Igual que el sobrino y, por los mismos motivos, se junta con los pilluelos para desplegar sus fechorías infantiles.


Antes de que se me olvide la relación del robot y el perro, quiero dejar constancia de uno de los gags más ingeniosos. En el medio del estanque del jardín de la casa-robot hay una fuente consistente en un gran pescado en la cómica posición vertical que nunca adoptaría un pez. Tiene grandes los ojos y, por su boca bien abierta surge el clásico chorro ascendente. Al parecer, los dueños no lo ven cómico, sino que lo admiran seriamente como algo bello, natural y moderno: una obra de arte, diríamos. Es el ictio que le falta a las fuentes de La Granja. Siempre me recuerda a mi buen amigo Roberto cuando increpaba cariñosamente a su mujer en la piscina con un “hija, nadas como un pescado”.


En el mercadillo del pueblo los puestos de verduras, carnes, pescados y demás, se amontonan con sus hacendosos dueños envolviendo diligentemente y con mucho arte la mercancía que se llevan sus clientes, en las grandes hojas de papel de periódico. De uno de esos papeles, en el capazo de una señora que paga la cuenta, asoma un gran pescado horizontal pero, por lo demás, como el del jardín: sus ojos grandes y fijos, y su boca abierta amenazadoramente bien dentada. Uno de los perros que lo ve, se le acerca medio desafiante, medio asustado haciendo vaivenes de acometida y retirada; el pescado, naturalmente, no se inmuta: Una deliciosa  escena entre animales, al margen de los atareados mercaderes.


Y, ¿Qué me dicen del barrendero del pueblo? Ése que aparece de vez en cuando parado en mitad de la calle delante de su montoncito de basura y de un interlocutor, al que machaca con su conversación, mientras no se le escapa. Unas veces lo persigue, otras, para evitar la huida, apoya sobre él el mango del escobón o rastrillo para, a manos libres, poder explicarle mejor con gestos manuales lo que le quiere decir. En ocasiones puede capturar a otro incauto que al pasar, pica, y si no, siempre puede haber un espontáneo que se le parece y está dispuesto a ayudarlo en su tarea de evitar el trabajo.


Es una figura anticipada del móvil. ¿Quién no ha disfrutado de un empleado vago que necesita de otro como él para mantenerse en situación de no dar un palo al agua? El empleado ése ha sido desplazado hoy por el móvil. Incluso ese segundo personaje también puede sobrar con tal de que el del palo o el escobón sepa hacer uso del móvil para facilitarse los entretenimientos que el aparato-milagro ofrece. Yo lo tengo comprobado con el personal de limpieza y jardinería de mi parque municipal.


No se sabe de qué hablan, ni maldita la falta que hace. Lo único que importa es saber que hablan. La película podría ser muda, y casi lo parece. Su música sencilla es un acompañamiento perfecto. Es música que yo llamo “de dos sílabas”, como las de Tatí.


La película remarca las dos clases del pueblo: la baja y la selecta, o sea, la robotizada. Ésta salta a la vista cuando lleva en coche a sus niños al colegio: todos los coches son americanos, no importa la marca. Lo imprescindible es que no sean ni dos caballos ni cuatro latas. Aunque Tatí sí lo sabe, la clase alta, no: todos esos coches americanos son Chevrolet, es decir, la marca barata de la General Motors. El clásico Chevy que mi amigo Fernando se compró por 300 $ cuando llegó a ser vecino mío en Oakland (y que vendió por 300 $ cuando regresó a España).