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LEER


Lo primero fue la palabra. A fin de que las cosas existan para nosotros, los hombres, hemos de nombrarlas. Las cosas y los conceptos exigen nuestra denominación. Así ocurrió desde que el hombre levantó del suelo las palmas de sus manos. Curiosamente, en esta materia no hemos avanzado mucho desde entonces. Hoy, un fichero de nuestro ordenador, aunque esté completo y sea perfecto, no existe mientras no le demos nombre.


La palabra es el motor para la invención de conceptos. Luego, la escritura nos exige pensar en ellos y ordenarlos. Con la lectura, por fin, aprehendemos los conceptos y apreciamos su ordenamiento.


La palabra es, pues, imprescindible para el entendimiento entre los hombres, pero no es suficiente. Esa palabra hay que leerla, hay que interpretarla. Existen diversas  formas de conseguir esto, unas más seguras que otras.


Si alguien dice "lee en mis labios" seguramente quiere dar a entender que la intención de su parlamento se explica por el ritmo de salida al aire de sus vocablos, por la flexión o firmeza que imprimen los músculos faciales, a los labios, a sus comisuras, a las mandíbulas, etc.


Otras veces leer puede equivaler a adivinar, a interpretar lo que no está a la vista. Alguien puede leer el pensamiento de otro a quien conoce bien, y no marrar mucho en el resultado si aquel pensamiento se asocia a una situación, a una peripecia determinada.


Se puede leer entre líneas un discurso oral o escrito: a veces es más patente lo que se calla que lo que se expresa.


El lenguaje cinematográfico utiliza muchas veces este "leer entre líneas". ¿Qué son si no sus recursos a la elipsis o al flash back?


Pero no nos engañemos. La mejor y más segura manera de leer es la que usamos cuando algo está escrito. Por tanto, en orden de importancia situaríamos la palabra, la escritura y por fin la lectura. Es el ritmo de la historia. Ésta no existe más que a partir de testimonios escritos.


Hoy asistimos a una situación contradictoria y pintoresca. Por una parte todo el mundo habla mucho, y por otra se nos dice que mil palabras se pueden sustituir por una imagen. La contradicción es sólo aparente como se ve inmediatamente que analizamos  un poco la cuestión.


Así, vemos que la industria de la telefonía móvil nos incita a hablar sin fin, mientras la industria audiovisual nos dice que, en vez de hablar, miremos sus imágenes.


Lo malo de esto es que mientras hablamos o miramos, no pensamos, y lo que es aún peor, creemos que con ello hacemos lo que debemos porque así nos lo ordena quien manda: el 4º poder, el de los media.


Puedo estar equivocado, pero no sé de nadie que haya puesto en tela de juicio la tan manida expresión de que una imagen vale más que mil palabras: ello sería políticamente incorrecto.


Si la tal expresión fuera bienintencionada y se redujera a los ámbitos adecuados, yo sería el primero en adherirme a ella. Pero como hay suficientes evidencias de que lo que pretende es castrar el pensamiento reflexivo de la gente para que se deje llevar por la imagen y así tenerla cautiva incluso después de que pase su cautiverio, pues no puedo por menos de revelarme ante la falacia.


No digamos ya cuando una imagen se potencia con el movimiento. Ignoro si los publicitarios habrán hecho el cálculo de los muchísimos miles de palabras que ahorra un video clip. Es claro que la frase en cuestión no es más que un aprovechamiento abusivo de otras realidades.


Supongo que está claro, pero por si acaso, debo situar el término imagen en el ámbito de lo audiovisual; la poesía también usa de imágenes  pero no con intenciones económicas, de ahorro de palabras. A fin de simplificar, que el propio lector analice esta  regla de tres: imagen es a greguería como metáfora es a refrán.


Para explicar lo que más arriba insinuaba, me voy a referir a dos casos distintos. Cajal era un escritor sensacional que se lee con verdadera fruición. A tenor de sus escritos del género de memorias, se puede deducir que sus escritos científicos han de hacer las delicias de médicos e investigadores porque Cajal era, además, como nadie desconoce, un sabio en su especialidad.


Pero no sólo eso: era además un excelente dibujante, lo que puede hacer pensar que la mezcla de su palabra y sus imágenes, en cuestiones tan complejas como las que atañen al sistema nervioso, se convierte en algo potenciador del interés y de la percepción comprensiva del lector.


Freud es otro mago de la palabra, pero la imagen le estuvo vedada. Tal vez por eso se esmeró tanto en el verbo, y con tanto éxito. Leer es comunicarse en una sola vía: la del autor al lector.


Relacionando esta circunstancia con lo de la imagen y las mil palabras, resulta curioso hacer el experimento inverso, es decir, describir una imagen con el menor número de palabras para hacerla comprensible al lector. Naturalmente, este ejercicio a quien beneficia directamente es al que quiere adentrarse en el oficio de escritor, e indirectamente, al lector.


La segunda cuestión es ésta. Ahora los corresponsales de guerra proliferan mucho, desgraciadamente. Y ello, porque desgraciadamente hay guerras. Pero no hay que olvidar que siempre fue así, aunque con matices. Hoy, estos corresponsales van por cuenta del 4º Poder, el de los medios de comunicación.


Antiguamente iban por cuenta del 1er Poder, el que estaba en el frente de batalla, ya fuera emperador, rey o capitán. Baste recordar a Fernández de Oviedo o López de Gómara con Hernán Cortes en Méjico, Alonso de Ercilla en Chile (que hacía a la vez de corresponsal y soldado), o Tiziano con Carlos V en Alemania.


¿Podríamos afirmar que el extraordinario retrato que Tiziano hizo al emperador en Mulberg es el no va más en retratos? Pues ciertamente, no. Es una pintura  maravillosa, pero naturalmente se queda corto. Hasta tal punto es así, que, cuando un historiador como Manuel Fernández Álvarez nos quiere retratar al César Carlos como persona, recurre a los testimonios de escritores tan solventes como Pedro Mexía y Alonso de Santa Cruz, que ellos sí que con palabras completan la imagen.


¿Y qué decir del retrato de Caupolicán que Ercilla hace en la Araucana? ¿Lo habría mejorado Tiziano (que por cierto, por edad -vivió 99 años- hubiera podido acompañar a ambos, Ercilla y Carlos V, puesto que vivió los reinados del Emperador y de su hijo Felipe II)?


Dice nuestro poeta Épico que el caudillo araucano era:

Noble mozo de alto hecho, / varón de autoridad, grave y severo, / de cuerpo  grande y relevado pecho / hábil, diestro, fortísimo y ligero, / sabio, astuto, sagaz, determinado, / y en casos de repente, reportado.


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