Estás en: LA BIOMASA, una pesadilla de verano

QUIÉN hay detrás

QUÉ hay detrás

INICIO


Pgs. 1    2     

Hasta aquí, el sonido, es decir, el ruido (Ustedes disimulen, que uno está lleno de deformaciones). Pero, y ¿qué pasa con la luz? ¿Sirve para algo? Pues claro, ya verán. La biomasa, de vez en cuando, también se cansa un poquito y eso hay que evitarlo a toda costa. Ni siquiera debe admitir el maestro afinador un estado de pereza superior a las fracciones de segundo que necesita el batería para secar el sudor de la mano del palillo.

Entonces, a la luz fija que envuelve la ceremonia, el maestro afinador que lo domina todo visualmente, se apercibe de que la biomasa ha dejado de ser tal para convertirse en un cementerio llenito de esqueletos puestos en pie que se mantienen en semejante postura gracias a que él, habilidoso marionetista los tiene colgados de sus hilos.

Así pues, el mando analógico de mover los esqueletos consiste en el impulso manual que desde lo alto imprime el maestro al cementerio en pleno. Pero este procedimiento, como puede suponerse, es muy rudimentario y está superado por el digital, también en sus manos. Entonces va y aplica unas rociadas sucesivas de luz caleidoscópica que provoca la ilusión de que los esqueletos se mueven. Es sólo una ilusión, porque todo el mundo sabe que los esqueletos no se mueven. Pero de ilusión también se muere!

Otra cuestión muy importante en la que hay que reparar es aquello de los estribillos tanto ruidosos como difusamente vocales, que produce la banda de manera sistemáticamente monótona, reiterativa, altisonante, incansable, pelma, pesada, agobiante e interminable; todo ello muy repelente para las finas orejas del de las narices, pero que resulta muy apreciado por los biomasios.

Y ¿Saben por qué estos aprecian tanto los bises? Se lo voy a contar en secreto a condición de que no se lo digan a nadie. Los cantautores y letristas de ahora saben que, disfrazados de esqueletos, se mezclan en las fiestas con los jóvenes menores de 45 años, los agentes secretos de la Sociedad General de Autores y Editores que van a la caza de melodías de autor para luego pasar la correspondiente factura.

Pero ocurre que los superbises son encriptaciones de pasajes de La Traviata, los Nibelungos, Fidelio, y de cosas así, de manera que los de la biomasa están oyendo música buena gratis sin que los de la SGAE se enteren. Observen, por otra parte el nivel cultural tan elevado de los esqueletos biomasios.

Total, que el alcalde, residente en una urbanización a las afueras, agobiado por tanto trajín y tanto representar al pueblo en sus diferentes manifestaciones culturales, se quedó dormido aquella noche ya muy tarde, pero profundamente. Y soñó. Soñaba que se le aparecía Quevedo para repetirle, tal como dijera poco antes de morir: La música, páguela quien la oyere. La música páguela quien la oyere. La músicapáguela quien la oyere. La música´páguela quien la oyere. La música, apáguela quien la oyere. Apáguela quien la oyere. Apáguela. Apáguela, apáguela …

El veraneante de las narices, sin querer, se había metido en el sueño del alcalde justo en el momento en que se oía a Quevedo por última vez. No se lo pensó dos veces: Fue y cogió unas enormes tijeras que estaban abandonadas entre las brumas del sueño, y le dio un decidido tijeretazo al cable, coincidiendo con que banda y biomasa atacaban un tuti fortísimo.

De pronto sonó un silencio estruendoso que estremeció al valle entero. El alcalde, sobresaltado, dio un respingo y se levantó. No sabía lo que había pasado pero, en un alarde de sangre fría, convocó a todos los concejales para aquella misma mañana. Decidió aplicarles un severo castigo consistente en que, de cara a la pared, habían de repetir 100 veces el siguiente texto: “Ya no propondré fiestas musicales como las de este año nunca más: Nunca mais! No sea que la oposición nos acuse de gastarnos en tonterías el dinero del pueblo. Y lo que es peor, que nos lleve a los periódicos o al fiscal”.

Al efecto hizo repartir los correspondientes rotafoios con 101 hojas en blanco; una más por si alguien se equivocaba. Con las manos detrás de la espalda, el alcalde se paseaba observando que sus concejales cumplían el castigo debidamente. Vio que el primero en acabar estaba escribiendo en la hoja nº 101: “Menos mal que dentro de dos meses cumpliré 46 años y dejaré de ser joven. Para el año que viene espero haber sentado la cabeza”.

El alcalde musitó: “I hope!”. Y para sus adentros: Ojalá que yo también la haya sentado, y que mi cobardía no me impida ya cumplir con la vigente ley de los decibelios.

El primer jueves de Madrid se reunieron como de costumbre. A preguntas de sus amigos, el veraneante de las narices contestó: Rascafría, un sitio maravilloso, pero ni se os ocurra aparecer por allí en las fiestas de verano!



ANTERIOR                                                                                    

                                                                    PAG. 2 / 2