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Título: LA TEOLOGÍA DE ANTONIO MACHADO.


Autor: José Mª González Ruiz. Es teólogo y biblista con estudios en Roma, ejercicio pastoral en Sevilla donde nació, y con actividad como canónigo lectoral en la catedral de Málaga. Es autor de numerosos libros entre los que destacan Dios es gratuito pero no superfluo y Marxismo y cristianismo frente al hombre nuevo.


Edición: Fontanella / Marova, 1975; 178 páginas.



Mi amigo Mariano me regaló este libro conociendo mi predilección por Antonio Machado poeta: A ver qué te parece, me dijo. Y creo que fue así; pero no sólo así; quería además, estoy seguro, tirarme de la lengua a ver mi reacción al verme mezclado en medio de un poeta que es también filósofo ocasional y de un teólogo que, naturalmente, es un profesional de la religión.


En cuanto vi el título me dije: ahí han de estar, en primera fila, los versos que me vinieron inmediatamente a la memoria:

En Santo Domingo, / la misa mayor, / aunque me decían / hereje y masón, / rezando contigo, / ¡Cuánta devoción!


Pues no; me equivoqué. El autor ha guardado siempre las formas para no mezclar, demasiado, teología y eclesiología; más bien las trata por separado.


Él no fue jamás un anticlerical: todo lo contrario. Así se explica que, cuando se expresa a su aire haga descripciones de elementos esenciales de la institución eclesial con un fuerte subrayado de profunda nostalgia.


Se refiere en este caso a la virginidad, y pone como ejemplo el bello poema La monjita (pág. 15), añadiendo:

En su subconsciente [el del poeta] poblado de recuerdos y vivencias cristianas, parece desearse, profundamente, la rehabilitación de la entrega total a Dios en la vida religiosa.


Es cierto. A mí siempre me ha llamado la atención en la poesía de A. Machado su inclinación y respeto hacia lo cristiano. Cuando se adentra uno en su biografía y se encuentra con su madre, la discreta Dª Ana Ruiz, se explica esta actitud que es la típica de la tradición oral cristiana. El autor, en cambio, se fija únicamente en la influencia de su padre.


A mi madre siempre la oí hablar muy bien de D. José, el cura párroco de Valdeavellano de Tera donde ella vivió de niña y jovencita. Pues bien, el hermano de D. José era otro cura, D. Felipe, regordete él y bonachón que debía de ser más intelectual que su hermano porque fue mi profesor de Religión en 4º de Bachillerato (aquel de 7 años) en la especialidad de apologética, materia repartida intensamente a lo largo de un curso completo.


Pues bien, lo único que recuerdo de las enseñanzas de D. Felipe, ahora que ya me voy de este mundo, son los criterios de credibilidad que demostraban que la Iglesia Católica era la verdadera; nos decía que eran estos: La Revelación, tal como se contenía en la Biblia; la Tradición oral; los Santos Padres, las Profecías y los Milagros.


O sea, por lo que toca a la tradición oral: el haber leído en los labios de nuestras madres, como he hecho yo y, seguramente, A. Machado. Porque no conozco a nadie que haya leído en los labios de S. Gerónimo, a menos que sea un teólogo.


Por otra parte, el énfasis que pone el autor en el tema de la virginidad [elemento esencial de la institución eclesial, según dice], se parece mucho a un reflejo de la solución teológica que damos a la Encarnación de Dios en la humanidad evitando el procedimiento sucio de procreación con el que el propio Dios nos ha dotado.


Es éste un ejercicio teológico que aparece en toda la dogmática católica: el de tapar un misterio con otro. Si no fuera suficientemente grande el misterio de que Dios se hiciera hombre, lo arreglamos (lo complicamos) con el misterio de una incomprensible partenogénesis.


Cuando comenté el libro del entonces cardenal Ratzinger Dios y el mundo me invadió una cierta esperanza cuando su autor se atrevía a responder a su interlocutor que en la Iglesia había que simplificar mucho.


En efecto, me preguntaba yo: ¿Qué pasaría si nos quedáramos sólo, ¡y nada menos!, que con las doce primeras palabras del Credo?: Creo en Dios padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra.

Yo me respondía: Pues que Alfredo se iría al paro (Alfredo era el chófer del cardenal).


Esas doce palabras encierran el gran misterio de fe que interesa a todo hombre de todo tiempo y lugar. El resto consiste en una serie de misterios interconectados que, al final, no por ser  muchos, aportan alguna claridad.


Ahora me entero de que el nuevo Papa Francisco parece que ha decidido suprimir coches del Vaticano. Seguramente ese ERE (expediente de regulación de empleo) le afectará a Alfredo. Pero no es ése el ERE de la simplificación del Credo. No se trata de simplificar el parque automovilístico del Vaticano, sino de simplificar la plantilla de sus ocupantes, porque estos se ocupan de cosas que les interesan mucho a ellos, a biblistas, canónigos (canónicos), teólogos, liturgistas, etc. pero no a la humanidad.


Ya sé que la Iglesia ha venido haciendo cambios profundos a lo largo de los siglos, así que no hay que perder la esperanza. Por ejemplo, ahí está el Concilio Vaticano II a partir del cual ya no se dice la misa (bueno, la eucaristía, que también es bueno hacer cambios profundos en las palabras) de espaldas.


Gracias a esa arriesgada decisión los monaguillos de ahora (si existieran) ya no tienen que pasar el gran misal sobre su gran atril desde el lado de la epístola al del evangelio, con genuflexión incluida a medio camino. Cuando yo era monaguillo había que andar con mucho tiento en esa maniobra porque con el peso de lo transportado que además no te dejaba ver por dónde pisabas, al menor tropezón con la arruga de la alfombra que siempre queda, te dabas de narices con el adjutorium.


Como se ve, todo es beneficio; además, se ha conseguido algo muy práctico y es que nadie sepa lo que es lado de la epístola y lado del evangelio, como no sean esos cuatro descarriados de la secta de los arqueólogos.


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