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SOLEDADcuentos


Título: Bayard Avenue y otros cuentos.

Autora: Soledad Cavero

Edita: VISIÓN LIBROS, 2021 (122 páginas).


Pero, ¿de verdad son cuentos? Es la misma pregunta que se hizo Théophile Gautier ante el cuadro de Las Meninas: Pero, ¿dónde está  el cuadro?


Lo propio de la desbordante imaginación de Soledad es impulsarla a escribir realidades como si fueran invenciones. Algunos ejemplos:


La original y excelente pintora que se sale de uno de sus cuadros. ¿No está ahí Alfonsina Storni? La que, al final, dice a alguien: Si llaman por teléfono, no contestes. Simplemente di que he salido.


¿Y esa pareja de tamaño descompensado? En mi bloque hay una; a él le conocemos como el hijo del altísimo; en el de al lado, hay otra. El parque temático de la ancianidad en que se ha convertido el verde parque vecino, cada vez tiene más. Yo pienso que ese fenómeno es un recurso previsto por la naturaleza para evitar que la humanidad se convierta en un enorme equipo de baloncesto jugando contra una caterva de duendecillos.


O el niño de diez años enamorado de una gaviota que, presumiblemente, es devorado por la mar. El cuento se titula LISI y va de personajes extraordinarios. De un niño soñador de infinitos, y de la dama Lisi que, en Quevedo, enamora de manera desbordante. Y de una gaviota que no es como las demás; que se deja enamorar amorosamente acompañando a su amado. No como la gaviota Juan Salvador (Richard Bach) que derrochaba excepcionalidades volando más alto y mas acrobático que sus compañeras.


Eran de raigambre Lisi las que me acompañaban en mis travesías Diepe-Newhaven revoloteando alegres con sus canciones cuando yo era joven. O las que se apostan expectantes en las barandillas del Manzanares. O aquellas otras que, según otro niño (Kids say the darndest things, de Art Linkletter), las gaviotas que se veían en Utah venían de California huyendo de la contaminación y, también, para comer mormones.


Jorge Manrique, que era de secano, decía que nuestras vidas terminan en la mar. Soledad lo sabe y a veces no lo oculta, como en el caso del viejo pescador de La última voluntad. Pero lo que tiene claro es que sus cuentos terminan siempre en la sorpresa, para deleite de los lectores. Ella se las compone muy bien para que así sea.


A mi me gusta mucho lo que escribe Soledad Porque es sincera, / Es natural como el agua que llega / corriendo alegre desde el manantial, pero sabiendo a donde va (casi ♬ de Emilio José).


Tiene la capacidad, la elegancia y el buen escribir para dar vida humana a un mueble o a un pueblo, o para observar, con consecuencias, a quien no sonríe nunca, aunque como de costumbre, con sorpresa final. Recuerda a nuestro llorado Quino cuando decía que lo malo con los gatos es que nunca sabes lo que les pasa.


Y, ¿qué decir del título? Yo puedo decir algo, y voy a decirlo. Una avenida es una calle muy ancha; la mía, en cambio, era normal, pero muy larga. Tanto, que al intentar rememorarla ahora, con la oportunidad que Soledad me da, no conseguía ubicarme en ella, ni por medio de Google Earth. Quería volver a ver el Hotel Webster Hall en que me alojé brevemente, la Catedral del Saber (the Cathedral of Learning; no me gusta llamarla del aprendizaje porque me parece poco para su imponente prestancia), y otras yerbas.


La clave me vino al acordarme del número donde viví un año completo: el 4616. Google Earth se posó en el barrio universitario de Oakland, en Pittsburgh PA. Junto a mi casa, la de mis patrones los Srs. Facio, estaba todo esto: La catedral católica de san Pablo con sus puntiagudas torres gemelas, un templo masónico, con su frontón triangular, una sinagoga, una iglesia ortodoxa griega, el Carnegie Hall a cuyos conciertos dominicales acudía puntual, la iglesia pluriconfesional llamada Heinz Memorial Chapel que parecía dar guardia al pie del gigantesco rascacielos de la Universidad (ambas construcciones de estilo neogótico; la capilla era una donación de los Heinz a la Universidad).


El barrio estaba poblado de fraternidades estudiantiles; en mi casa residían, que yo recuerde ahora, un estudiante de arquitectura, texano y otro de Nueva York que cursaba odontología. Aunque yo ya no era estudiante, seguía en la Universidad un curso de Fault Calculations. Trabajaba de ingeniero (25 años) en la gigantesca fábrica (40.000 empleados) que Westinghouse tenía junto al Arroyo de la Tortuga en East Pistburgh, cerca de su desembocadura en el Monongahela. A mi vuelta a España habría de integrarme en la nueva fábrica que se construía en Córdoba para producir aparellaje eléctrico.


Llegado aquí, no puedo evitar la reseña de una de las experiencias más notables de mi vida. No hace falta explicar que en aquella fábrica tan enorme, encajada en un valle estrecho, el aparcamiento era problemático y la competencia por salir a las cinco de la tarde cada día era bulliciosa y de griterío, incluso; y si era viernes, ya ni les cuento. Pues el viernes 4 de octubre de 1957, a las 5 de la tarde, pude escuchar el silencio más estruendoso que jamás pudiera haberme imaginado; supongo que lo mismo habría ocurrido en todos los EE.UU.


Me entero de que pocas horas antes los rusos habían lanzado al espacio, con éxito su famoso Sputnik, el primer satélite artificial que circundaba la tierra. Al final, pude regresar a mi casa en el nº 4216 de Bayard Street.

Parece que el Sr. Bayard es muy famoso en EE.UU. Se trata de un caballero francés muy valiente y atrevido que luchó contra el Gran Capitán en Italia.


Resumiendo:

Tu libro, una delicia, Sole, muchas gracias.