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QUIÉN hay detrás

QUÉ hay detrás

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Pgs. 1    2     

Mencionaba antes el flash-back como algo que se trae de atrás. Pero me falta la palabra (española o inglesa) para explicar lo que nuestro autor consigue al traer al presente cosas del futuro que fue, mezcladas con flash-backs reales. Tal vez valdría un flash-fore, pero no lo sé. Total, un rompecabezas para el lector que intuye saber quien es el sujeto que interviene en un determinado renglón, para descubrir en unos cuantos más adelante que estaba equivocado.


Yo también descubro que estaba equivocado después de los dos años transcurridos. Estoy pretendiendo algo imposible: poner orden en un desorden de subidas al cielo y bajadas, incestos, murmullos que salen de los poros de las paredes, gentes que se van y no vuelven pero que se quedan y que tienen nombres indeterminados en medio de gotas de lluvia que secan las luces del amanecer dentro de una habitación oscura, y el padre Rentería para perdonar los pecados si lo ve conveniente.

—Ese hombre de quien no quieres mencionar su nombre ha despedazado tu Iglesia y tú se lo has consentido. ¿Qué se puede esperar ya de ti, padre?

El comienzo de este párrafo parece seguro inspirador de la muletilla de Cela, que ya mencioné antes, y que tan repetida está en su Oficio de tinieblas. El nombre ocultado es Pedro Páramo. Y el padre de quien no se puede esperar ya nada es, precisamente, el padre Rentería. Para tinieblas, las que inundaban el corazón de este último cuando fue a confesarse con el párroco de un pueblo próximo, Contla.


La conveniencia perdonadora del padre Rentería no era de su exclusividad, la compartía también el señor cura de Contla adonde fue para hacer confesión general, y que terminó por decirle:

Sé lo difícil que es nuestra tarea en estos pobres pueblos donde nos tienen relegados; pero eso mismo me da derecho a decirte que no hay que entregar nuestro servicio a unos cuantos, que te darán un poco a cambio de tu alma, y con tu alma en manos de ellos ¿qué podrás hacer para ser mejor que aquellos que son mejores que tú? No, padre, mis manos no son lo suficientemente limpias para darte la absolución. Tendrás que buscarla en otro lugar.

Ya antes habíamos leído en el libro de nuestro autor:

—Yo sé que usted lo odiaba [a Miguel, el hijo recién muerto de Pedro Páramo], padre. Y con razón. El asesinato de su hermano, que según rumores fue cometido por mi hijo; el caso de su sobrina Ana, violada por él según el juicio de usted; las ofensas y falta de respeto que le tuvo en ocasiones, son motivos que cualquiera puede admitir. Pero olvídese ahora, padre. Considérelo y perdónelo como quizá Dios lo haya perdonado. Puso sobre el reclinatorio un puño de monedas de oro y se levantó: —Reciba eso como una limosna para su iglesia [concluyó Pedro Páramo].


El padre Rentería recogió las monedas una por una y se acercó al altar. —Son tuyas —dijo [a Dios]—. Él [Pedro Páramo] puede comprar la salvación. Tú sabes si éste es el precio. En cuanto a mí, Señor, me pongo ante tus plantas para pedirte lo justo o lo injusto, que todo nos es dado pedir… Por mí, condénalo, Señor. Y cerró el sagrario. Entró en la sacristía, se echó en un rincón, y allí lloró de pena y de tristeza hasta agotar sus lágrimas.—Está bien, Señor, tú ganas —dijo después. Durante la cena tomó su chocolate como todas las noches. Se sentía tranquilo.

EL FIN DEL PRINCIPIO: De amor y locura. Diálogo de ultratumba.

—¿Voz de mujer? ¿Creíste que era yo? Ha de ser la que habla sola. La de la sepultura grande. Doña Susanita. Está aquí enterrada a nuestro lado. Le ha de haber llegado la humedad y estará removiéndose entre el sueño.

—¿Y quién es ella?

—La última esposa de Pedro Páramo. Unos dicen que estaba loca. Otros, que no. La verdad es que ya hablaba sola desde en vida.


—No se le entiende. Parece que no habla, sólo se queja.

—¿Y de qué se queja?

—Pues quién sabe.

—Debe ser por algo. Nadie se queja de nada. Para bien la oreja.

—Se queja y nada más. Tal vez Pedro Páramo la hizo sufrir.

—No creas. Él la quería. Estoy por decir que nunca quiso a ninguna mujer como a ésa. Ya se la entregaron sufrida y quizá loca. Tan la quiso, que se pasó el resto de sus años aplastado en un equipal, mirando el camino por donde se la habían llevado al camposanto.