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TÍTULO: El PRIMER NAUFRAGIO. El golpe de Estado de Robespierre, Danton y Marat contra el primer parlamento elegido por sufragio universal masculino.

AUTOR:

Pedro J. Ramírez. Fundador y Director del diario El Mundo. Premio Montaigne de la Universidad de Tubinga.

EDITORIAL: La esfera de los libros, 2011.

1.296 páginas.


El autor es un periodista de raza, de esos que se necesitan para que los lectores puedan enterarse a fondo de las cuestiones. Esto se nota particularmente en los extensos editoriales que suele incluir en su periódico sobre asuntos muy concretos: nunca divaga y, si aparenta hacerlo, es como recurso para conducir ciertos hechos aparentemente marginales, al fondo de la cuestión para desde allí explicar más fácilmente su tesis al lector.

Todo lo que dice en el libro viene asentado firmemente sobre bases históricas, testimonios fidedignos o bibliografía solvente. Aquí, y antes que se me olvide, debo hacer un reproche a la edición. Las abundantísimas notas bibliográficas (ocupan nada menos que 157 páginas) están al final del libro, lo que hace engorroso el paso continuo desde la página que se lee al contenido de la llamada que ha de buscarse atrás. Este inconveniente se compensa, en parte, con el hecho de mostrar todas las páginas con una mancha de impresión limpia y de igual tamaño. Yo, sin embargo, prefiero las notas a pie de página porque, como simple lector, puedo saltarme las que no me aportan nada (que abundan y pueden ser útiles al investigador, aunque no sea ése mi caso). Un ejemplo de lo que quiero decir son las grandes biografías de Marañón publicadas en Espasa Calpe (Antonio Pérez, el Conde Duque de Olivares, o Tiberio).

El autor ya había escrito antes varios libros sobre nuestra actualidad política. Pero en éste que nos ocupa se muestra como historiador más que como periodista. No podría ser de otra forma al mediar dos siglos y pico entre el hecho y su escrito.

Mejor dicho, al autor lo adivinamos como a un reportero que se camufla entre la gente para poder asistir a una sesión del Club de los Jacobinos y así, acto seguido, acudir a los archivos históricos a comprobar si lo que él ha visto y oído es lo que ha quedado registrado en las actas que luego se archivaron. Se ha superado como periodista para abrirse paso entre la élite de los mejores historiadores ingleses.

El libro, con lo largo que es, se le queda corto al lector. De hecho, lo inicia con un relato sumarial de los treinta acontecimientos más importantes que conciernen a la Revolución Francesa, pero el libro no entra en la materia de los siete últimos.

Con todo, el lector no pierde nunca el interés por el relato ya que el rigor narrativo no hurta nada a la necesidad que se siente de ver satisfecha una curiosidad que se mantiene sin desmayo desde la primera a la última página. Para conseguir esto hay que haber sido periodista antes que historiador.

La prosa es seria, elegante, culta y, cuando hace falta, erudita. Está concienzudamente revisada y no muestra el más liviano anacoluto. Las erratas de imprenta, apenas perceptibles.

Naturalmente, aunque de forma muy discreta, al autor se le ve el plumero. No hay que olvidar que se trata de una obra de tesis que está proclamada abiertamente como tal desde la especie de paréntesis aclaratorio del título. Para mí, la muestra más clara de esto que quiero decir está en la debilidad que el autor muestra hacia el líder moderado Vergniaud, aunque hay que añadir, a favor del autor, que no le tiembla la mano a la hora de hacer a su protegido, al final, unos merecidos reproches.

Si el lector se sitúa en la frontera entre el investigador de la historia y el amante de la historia novelada puede sentir a veces que los árboles no le dejan ver el bosque. Además tropieza con tantos personajes que, recordando a la novela rusa, no tendrá más remedio que establecer su nómina como si de una obra de teatro se tratara. Para adentrarse en el bosque sin más compromiso que el del resumen, nada mejor que tener a mano la Historia Universal de Pirenne.

Desde esa frontera, yo no me veo en situación de entrar en el bosque para explorarlo, pero sí voy a hacer alguna incursión a mi antojo.

Hay una cosa que siempre ha llamado mi atención y es lo de que proclamarse jacobino es, para muchos, un timbre de honor. Con esto pasa como con los refranes: siempre hay uno para una cosa y otro para su contraria. He leído que alguien elogiaba a Jesucristo por ser un jacobino. En tiempos de la segunda república española los jacobinos estaban muy próximos a los jabalíes, término inventado por Ortega para designar a los demagogos con escasa preparación. Hoy en día, entre la izquierda española, si levantas una piedra te sale un jacobino.

En general, el jacobinismo se encuentra asociado, efectivamente, a la demagogia, pero también, al radicalismo, al sectarismo y a la violencia verbal (cuando no, también, a la otra). Por eso es más sorprendente que personas en apariencia moderadas y tranquilas, también se enorgullezcan de ser tenidas por jacobinas. El ejemplo que siempre se muestra como paradigma es el de mi admirado Antonio Machado cuando dice de sí en su RETRATO:

Hay en mis venas gotas de sangre jacobina,
pero mi verso brota de manantial sereno;


Tengo anotado otro caso singular: el del catedrático de Economía Financiera de la UCM Juan Antonio Maroto que, de apariencia sosegada, se puede declarar jacobino en las tertulias de televisión donde suele intervenir.


En la política contemporánea resulta habitual encontrar el precocinado tándem manso / jacobino (Felipe González / Alfonso Guerra) para aplicaciones de conveniencia. Seguramente es ésa la mejor solución, en lo plural, para la dicotomía personal que entraña ser a la vez jacobino y sereno.


Por otra parte, decirse jacobino sin aclarar tiempo y circunstancia no lo dice todo. El triunvirato del título se puede considerar jacobino en cuanto a que son de la montaña, a que son una piña, se quieren hasta la muerte (que no obstante pueden producir unos en otros) y tienen un objetivo único: el que al final no consiguió ninguno, pero sí Napoleón.


El jacobino genuino era sin duda Robespierre, el centrista de sus últimos tiempos, entre los ultrarrevolucionarios de Hebert y los indulgentes de Marat. El de: "El terror, sin virtud, es desastroso. La virtud, sin terror, es impotente." Es decir, el mejor oxímoron de todos los tiempos: terror y virtud, la mezcla ideal!


Quien ha preferido ir a la raíz de la cuestión acude a Saint-Just, el arcángel del terror y joven escudero de Robespierre, como modelo de virtud, … y de jacobino.


Nota 102, pág. 1106 …  En su discurso ante la Convención el 13 de noviembre de 1793 un casi desconocido Saint-Just pronunció esa famosa frase [No se puede reinar inocentemente], sostuvo la tesis de que todo rey es un rebelde y un usurpador, pidió el inmediato juicio de Luis XVI por la Convención y terminó diciendo: Pueblo, si el rey llegara a ser absuelto, acuérdate de que ya no seremos dignos de tu confianza y de que podrás acusarnos de perfidia.


Claro que, al hagiógrafo de San Justo se le olvidó el segundo refrán: quien a yerro mata, a yerro muere. Porque igual de cierto es que tampoco se puede guillotinar inocentemente.

Además, ser jacobino no equivale a ser trigo limpio, y si no, véase lo que puede leerse en la pág.


297 Robespierre no dejaba de observar, siquiera fuera de reojo los movimientos populares. De ahí que para él, tan espartano, tuviera que resultar especialmente inquietante el ataque a la imaginaria opulencia gastronómica de alguien moldeado a su imagen y semejanza como Saint-Just.

Sobre todo teniendo en cuenta que llovía sobre mojado, ya que la semana anterior se había producido un incidente que contribuía al desprestigio de la Montaña [constituida casi al completo por diputados jacobinos que, en la Asamblea legislativa ocupaban los asientos de la parte alta; los llamados de la llanura, la planicie o el pantano eran los moderados, que se sentaban abajo], a partir de la afición a la buena mesa que algunos de los diputados ejercitaban, ajenos a las privaciones del pueblo.


En fin, nada nuevo bajo la capa del cielo. Los jacobinos se habían especializado en ser certificadores de la población. Extendían certificados para sí mismos y para los demás: Robespierre era el incorruptible; Marat, el amigo del pueblo; a los moderados les expidió Marat (el mala sangre, tan atrabiliario como intransigente, según nuestro autor), con total recochineo, el certificado de Hombres de Estado; virtuosos y patriotas eran los que pensaban como ellos, pero ni un pelín más, porque en ese caso habrían de recibir el mismo certificado que los que simplemente pensaban distinto: el de aptos para la guillotina. Algún otro de entre ellos era el Apóstol de la Libertad. Quienes no eran patriotas eran, naturalmente, enemigos de la patria.


Así se explica que 21 diputados girondinos en la Convención (moderados) fueran guillotinados de una tacada, pero no sólo ellos: de los cabezas de serie Robespierre, Danton, Marat y Saint-Just, todos, menos Marat fueron guillotinados también (siempre había un enfrentamiento entre los del pelín más / pelín menos). Y de ahí para abajo, el terror, naturalmente. Ya antes, …


15 … 2 y 3 de septiembre de 1792, piquetes de degolladores con el apoyo de Marat desde la Comuna [el Ayuntamiento de París] y con la tolerancia de Danton (el atleta de la Revolución) desde el Ministerio de Justicia, asaltan las cárceles y asesinan cruelmente a entre mil y mil cuatrocientos presos …


Marat, que llevaba en su apellido el verbo matar, se libró de la guillotina gracias a que …


17 La joven Charlotte Corday, fuertemente impactada por el papel que L´Ami du peuple había desempeñado en la purga de la Convención, llega desde Caen, compra un cuchillo en le Palais Royal y asesina a Marat en su bañera el 13 de julio de 1793.


Charlotte pudo llegar hasta allí simulando ser una enviada de los jacobinos, y portadora de la lista de girondinos que debían ser eliminados. Marat, encantado, tomó nota y, a continuación, recibió la cuchillada.

A Danton lo guillotinaron por lo del pelín, no porque fuera un tipo venal, pragmático, hedonista, corrupto, oportunista, amante del sexo, el poder y el dinero, sin distinción de orden (calificaciones aportadas por el autor).


80 y siguientes La vida no le había ido mal últimamente [a Danton]. Se había enriquecido con la compra a precio de saldo de “bienes nacionales” pagando al contado una cifra muy por encima de sus ingresos regulares o ahorros conocidos. … En la última etapa de la Monarquía Danton había recibido copiosas sumas de la lista civil manejada por el ministro de Exteriores y el ex ministro de Marina y jefe del espionaje real, a cambio de la vaga y en todo caso fallida promesa de proteger a la familia real ante cualquier eventualidad.

… En la encrucijada del juicio, condena y ejecución de Luis XVI, Danton había jugado, como siempre, a todas las barajas.

… Danton no odiaba a Luis XVI, ni siquiera a la Monarquía. Nada le habría importado, que el trono hubiera pasado al duque de Orleans, con quien mantenía lazos excelentes, probablemente también subvencionados.

… Danton había estado después en el centro de una trama a través de la cual el encargado de negocios de la embajada de España, José Ocáriz, había tratado de tocar la única tecla más segura que la de sus buenos sentimientos: … había logrado que el banquero Le Couteulx de Canteleu le adelantara algo más de 2 millones de libras para comprar el suficiente número de votos para salvar la vida del primo de Carlos IV [el rey de España].

Ocáriz habría entregado una parte -probablemente medio millón- al corrupto ex capuchino Chabot, muy próximo a Danton, pero la cifra no era suficiente. Los intermediarios sostendrán que Danton había pedido que le pusieran dos millones más en un banco de Londres.

Godoy recordará cómo “acabada la votación sobre la suerte del rey de los franceses y comenzado el escrutinio, mientras se contaban los sufragios de vida o muerte”, se anunció a la Convención un nuevo escrito de Ocáriz dispuesto “a remitir a nuestra corte cualesquiera condiciones honrosas que la Convención estimase necesarias y bastantes para desistir de aquel proceso …” … “no faltó un Danton que propusiese declarar la guerra a España en aquel acto”.

…Danton, después de votar por la muerte del tirano alegando que “el único lugar en el que hay que golpear a los reyes es en la cabeza”, se había distinguido por su agresividad contra la maniobra a la desesperada de Ocáriz.


Un angelito, el cordelero jacobino Danton: ¡Todo por la pasta!


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