Homero, aun cuando era ciego, lo ha visto bien al decir: “El loco se instruye a su costa”. Dos barreras hay que vencer para llegar a la experiencia: la timidez, que oscurece las ideas y disminuye los medios de que se dispone, y el miedo que, exagerando el riesgo, aparta de las grandes acciones. La Locura os libera maravillosamente de esta doble dificultad. Pocos hombres hay capaces de comprender las ventajas de no avergonzarse por nada y de atreverse a todo.


     Es muy conocida la plegaria de aquel hombre de negocios que rezaba más o menos así: “Señor, dame la humildad precisa para no emprender aquello que supera mis fuerzas, el valor para acometer lo que está dentro de mis posibilidades, y la sabiduría para distinguir lo uno de lo otro”.


     Pues algo parecido hacía proclamar Erasmo a la Locura:


La sabiduría inoportuna es una locura, así como la prudencia exagerada es una imprudencia. Llamo prudencia exagerada a la que no sabe acomodarse ni al tiempo ni a las circunstancias, a la que, en definitiva, pretende que la comedia de aquí abajo no sea una comedia; la verdadera prudencia para un mortal consiste en ver justamente la dosis de sabiduría compatible con la naturaleza humana y en disimular su sentimiento acerca de los errores de la multitud, si no puede compartirlos. Y vosotros me diréis: “¡Pero lo que nos recomiendas es una auténtica locura!” No lo niego si, a cambio, me concedéis que así se representa la comedia humana en el teatro que es nuestro mundo.


     Nuestro gran escritor y humorista W. Fernández Flórez  dejó en su novela Las siete columnas la visión erasmista de que la vida humana se sustenta en las columnas de los siete pecados capitales. La Locura lo matiza así:


Está fuera de toda duda que las pasiones son del dominio de la Locura, porque el loco se distingue del sabio en que se deja llevar por sus pasiones, mientras que éste pretende menospreciarlas y seguir los dictados de la razón. He aquí la causa por la que los estoicos apartan del sabio las pasiones, como si se tratara de enfermedades contagiosas; y, sin embargo, es cierto que las pasiones son los guías que conducen al puerto de la sabiduría e inspiran el pensamiento y el deseo de hacer el bien. Séneca, el estoico a todo trance, ha tenido a bien decir que el verdadero filósofo debe carecer de pasiones; un sabio de esta clase no tendría nada de humano; sería una especie de dios que no ha existido ni existirá jamás sobre la tierra; en una palabra, sería una estatua inanimada. ¿Quién no huiría aterrado, igual que de un monstruo o de un fantasma, de un hombre sordo a todos los sentimientos de la Naturaleza, sin pasión ninguna, tan inaccesible al amor y a la piedad como el más duro pedernal?


     Y yo pregunto: Si se recogieran votos, ¿Qué república lo querría por senador, ni qué ejército por mariscal? Y digo más. ¿Qué esposa aguantaría a un marido semejante, o qué anfitrión convidaría a tal convidado, o qué criado podría aguantar a un amo de esa catadura? ¿No sería preferible escoger al azar entre los más locos a un loco capaz de mandar o de obedecer  a los locos, a cualquier “ligero de cascos” indulgente para sus semejantes, complaciente para su esposa, alegre para sus amigos, encantador convidado, buen camarada, un individuo, en fin, al que nada humano le sea ajeno?


     La locura ya nos lo ha dicho, pero insiste en ello: Ella es quien derrama su bálsamo entre los humanos para hacer llevadera su condición.


     Recuerdo que en una ocasión se instaló en la fábrica un equipo especial nuevo, para el tratamiento superficial de ciertas piezas de acero, que según se decía, podía producir impotencia en quienes inhalaran sus vapores. Oí a algún obrero comentar: ¡Hombre, que no nos quiten ahora a los pobres lo único divertido que tenemos para igualarnos con los ricos!


     Otra de las cosas que gobierna la Locura es la porfía entre las ansias de vivir y de descansar del sufrimiento. Aquella anciana hemipléjica, dolorida e impedida gritaba todo lo alto que podía, que se quería morir. En su reiteración cansina hacía de pronto una pausa de silencio y añadía: Y eso que, ¡me gustaría ver en qué queda todo esto!


     Hay otra variante del bálsamo que administra la Locura que se muestra muy eficaz a la hora de irse apartando el viejo de la vida presente. Está él tan apegado a sus costumbres y convicciones, a sus propias conveniencias de estilo de vivir, que no soporta sino con mucha dificultad todo lo que le rodea, que ni entiende ni quiere entender. En estas condiciones lo mejor será dejar cuanto antes este aturdimiento que le supera y le hace sufrir.


Imagino que alguien es transportado al excelso observatorio en que los poetas sitúan a Júpiter. ¿Qué verá él? Una multitud de males asaltando por todos lados la vida de los míseros mortales; nacimiento inmundo, educación penosa, infancia a merced de todo cuanto le rodea, juventud llena de estudios y de trabajos, vejez expuesta a dolencias de todo género, y como fin de tantas miserias, la muerte. Unid a esto las enfermedades y los accidentes que erizan el curso de esta pobre existencia y todos los tedios que extienden su hiel sobre los más bellos momentos. No hablo de los males que el hombre causa al hombre, como la miseria, la prisión, la infamia, la vergüenza, la tortura, las traiciones, los ultrajes, los fraudes …


     Afortunadamente intervengo yo en todo esto; distribuyo a unos la ignorancia o el aturdimiento y a los otros el olvido de los males, la esperanza de la felicidad y la lascivia. En resumen, los consuelo tan bien en sus cuitas que, cuando la Parca llega al fin de su hilo y la vida los abandona, en vez de quererla dejar se agarran a ella con todas sus fuerzas. Las mismas razones que debían convencerlos de la necesidad de morir los incitan a vivir más.

     

     Veamos lo que opinan los cuerdos de los locos propiamente dichos. Hay versiones para todos los gustos. Los pesimistas cuerdos, asistiendo a la existencia desgraciada de los locos, piensan de sí que son tan desdichados como los locos porque siendo cuerdos están sometidos ellos mismos a la desgracia de ver padecer a los locos.


     Los más cuerdos optimistas atribuyen felicidad a los locos porque ni sufren ni padecen, piensan. Hay padres de hijos con subnormalidad que no superan nunca el trauma, otros que consiguen sobreponerse con gran esfuerzo, y hay quienes encuentran en esa situación tal fuente de satisfacciones que no la cambiarían por nada. Conocí un matrimonio que adoptó varios hijos subnormales.


     Para no contar a aquellas madres, que si ya están inclinadas a mangonear a sus hijos, incluso siendo adultos, tienen en un hijo subnormal un pretexto incomparable de dedicación y mangoneo bajo un manto de caridad necesaria e incontestable.


     Lo que opina la Locura es lo siguiente:


¿Es alguien más feliz que esos hombres tratados ordinariamente de locos, de insensatos, de tontos y de lelos, apelativos en mi opinión hermosísimos? A primera vista, esta afirmación quizá parezca loca y absurda, y sin embargo es totalmente cierta. En primer lugar, estos se ven libres del miedo a la muerte, lo cual, ¡por Júpiter! no es ligera tortura. Su conciencia no es agitada por los remordimientos. No se inmutan por el miedo de los males que les amenazan, ni se hinchan orgullosos por la perspectiva de la dicha. En una palabra, no se ven sujetos a los mil temores de que está sembrada la vida. No conocen la venganza ni el miedo, ni la ambición, ni los celos …


     ¡Oh sabio archiloco! Recapitula ahora todas las cuitas que te torturan día y noche, reúne en un montón todos los inconvenientes de la vida, y al fin comprenderás de cuántos males he preservado a mis locos.


     Creed lo que os dice la Locura: cuanto más loca es una persona, más feliz es, siempre que se trate, claro es, del tipo de demencia que emana de mí. Mi dominio es tan grande que, entre todos los mortales, dudo que se pueda encontrar uno sólo que sea sabio a todas horas y que no esté poseído de cierta clase de locura.


     

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