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COMET


Hoy está de moda irse de viaje a Sudáfrica. Los cuñados de mi hija están allí pasando unos días. El nieto de un amigo la ha elegido para hacer su viaje de novios. Mi amigo Tony, inglés nacido en ciudad de El Cabo, con casa en Benicásim y en Ceres, provincia de El Cabo, se ha ido también más al sur: ha cambiado el interior por la Península de El Cabo, seguramente para poder recordar sus mocedades en que los chavales se iban hasta allí para ver los naufragios.


Bueno, hoy la gente no se va sólo a Sudáfrica, se va a cualquier sitio. Y creo que la culpa la tiene Antonio Machado que decía más o menos: “Desconfío de ésos que dicen que ya están de vuelta de todo porque lo más seguro es que no han ido nunca ninguna parte”. Él al menos, había ido a París, y bien caro que le salió, porque allí fue donde empezó su cruel trabajo contra su querida Leonor, la de la guadaña.


Seguramente los CEOS de los operadores turísticos han decidido desmentir al poeta y ahí andan trayendo y llevando viajeros sin parar y cada vez más lejos, pero sin percatarse de que Machado iba más allá. Hoy la mayoría de los viajeros se mueven como sus maletas, solo que en vez de ir en la bodega del avión van cómodamente sentados junto a una ventanilla que no miran.


Ya en la década de 1950 las compañías aéreas desdoblaron su actividad para ocuparse de los vuelos a distancias largas como una especialidad: En España teníamos “Aviación y Comerio” (AVIACO) para vuelos nacionales e “Iberia” para los internacionales. En el Reino Unido estaban la BEA (British European Airlines), versión local para vuelos europeos y la BOAC (British Overseas Airways Corporation) para viajes a larga distancia.


Todo esto coincidía con la aparición en escena de los aviones a reacción para pasajeros, más veloces, más capaces y con mayor autonomía que los de hélice. Mis compañeros que tenían mucha prisa para viajar a EE.UU, se iban a París por coger allí un reactor que les llevara a Nueva York. Yo, modestamente me fui en un Superconstelation (una reminiscencia mejorada de las superfortalezas volantes con cuatro motores de hélice, de la II G.M), con escalas en Lisboa y Sta. María de las Azores.


En esta última escala pude ver que viajaba en compañía de la famosa y prolífica actriz Myrna Loy (“Los mejores años de nuestra vida”, de William Wyler). En todo el viaje no quité ojo de algo extraordinario, nunca visto antes ni después: una especie de notable elipsoide aerodinámico puesto en el extremo del ala que unos decían ser un estabilizador de vuelo y otros un depósito de combustible. Nunca he logrado averiguar cual era su función real.


Volviendo al Reino Unido y al Comet de De Havillant hay que decir que este avión fue un pionero de la larga distancia y, como consecuencia, de la gran altitud de vuelo (10.000 / 12.000 m) con vistas al necesario ahorro compensador del negocio. Pero esto conllevaba, naturalmente, la contrapartida de una elevada presurización de todo el interior del aparato.


Los primeros largos vuelos de los Comet de Boac partían de Londres con destino a Nueva York, Río de Janeiro, Johannesburgo (primer vuelo comercial de un yet), Singapur y Tokio. Siempre me ha llamado la atención el hecho de que Río de Janeiro haya estado en estas escenas de pionerismo aeronáutico: el hidroavión español Plus Ultra, el Graf Zeppelín alemán, el Comet inglés, el Concorde anglo-francés, etc. Cuando escribo esto me doy cuenta de que una buena razón de tal particularidad estará, a buen seguro, en el nombre del brasileño inventor en el dominio de la aeronáutica, Santos Dumont.


Pero claro, como la felicidad nuca es completa ni dura mucho, los comet empezaron a romperse.  A uno de ellos le pasó en viaje de regreso desde Singapur después de hacer su última escala en Roma para dirigirse a Londres. Se cayó roto al Mediterráneo cerca de la isla de Elba.


En la fábrica de De Havillant cundió el desconcierto. Se dijo al principio que se habían roto las alas en su empotramiento con el fuselaje debido al excesivo par a que estaban sometidas. Se tardó bastante en desmontar tal hipótesis; el tiempo necesario para rescatar del fondo del mar los restos del aparato, y para experimentar a fatiga la presurización del fuselaje. Se rompía éste desde las esquinas (en ángulo recto) de las ventanillas a causa de las crecientes fisuras que en dichas esquinas se iniciaban por los cambios de la alta presión interna, y crecían en el envoltorio metálico del fuselaje (1).


Me voy a permitir una intromisión en el tema dada mi experiencia personal en algo parecido, aunque siempre, salvando las distancias. Accedí a la última compañía en que trabajé (automoción) para hacerme cargo de un nuevo departamento que se creaba bajo el nombre de “Investigaciones Especiales”. Se trataba, entre otras cosas, de esclarecer las averías y de aportar remedios a las roturas de chasis que, en ocasiones, se producían en algunos modelos de nuestros camiones.


Me peiné España de norte a sur en busca de incidentes ya incipientes, ya catastróficos y la conclusión fue ésta: El problema no afectaba a los camiones de carretera sino sólo a algunos dedicados a obras. Todos tenían chasis semejantes consistentes, básicamente, en sus dos largueros (de acero con alto contenido de carbono) y sus correspondientes travesaños, pero tenían una singular particularidad: la parte delantera (hasta el final de la cabina) era más ancha que el resto. Como los largueros eran continuos la diferencia de anchura se salvaba con una forma en zeta curvada de todo el perfil.


Los largueros que en apariencia son sólidos y resistentes son, además, como un queso gruyer: su alma está llena de agujeros para atornillar toda clase de soportes.


Los largueros llegaban a partirse por la zona ceta a causa de fisuras que partían de agujeros hechos en ella o en su entorno. Esos agujeros eran puro cilindro de manera que sus generatrices estaban a 90 0 del alma del perfil. Las fisuras se iniciaban en las circunferencias y podían avanzar tanto como para llegar a romper dichos largueros.


La solución de diseño para los largueros consistió en: eliminar los agujeros de la zona ceta; avellanar todos los agujeros y soldar una pletina a lo largo del ala superior a fin de aumentar su momento de inercia. El avellanado tenía por objeto evitar que la cabeza del tornillo de unión de un soporte al alma del larguero hiriera la circunferencia del alma.


Como los camiones afectados se dedicaban a obras (cosa para la que no estaban diseñados), Asistencia Técnica debía negociar con el cliente una solución que podía llegar al cambio del larguero. El hecho real era que la fatiga por torsión del chasis en su zona más vulnerable y trabajando el camión en el todoterreno, era la causa del desastre.


Siguiendo con el Comet y el desconcierto en De Havillant habrá que decir que el tal desconcierto terminó cuando la fábrica cerró después de varios intentos de mejora de los diseños del avión. Lo que sí quedó en el aire fue el típico humor inglés (más negro que el sobaco de un grillo, en este caso) que se expresaba así:


“La fábrica abrió un concurso de ideas entre todos los empleados para elegir la mejor que pudiera resolver el problema. La premiada fue una bien singular que proponía practicar en las alas al lado de su empotramiento en el fuselaje un alineamiento de agujeros que las traspasara.”


El genial autor era un empleado de limpieza de los retretes de fábrica que afirmaba haber observado que el papel higiénico nunca se rompe por la línea de agujeros que limita el tamaño de cada servicio.




(1) La fatiga a que sometían al fuselaje los cambios de la alta presión interna hay que entenderlos como consecuencia de las maniobras de aterrizaje y despegue y de otras obligadas por los planes de vuelo. Así pues la gran altitud máxima alcanzable, y el consiguiente grado de presurización del aparato variaba según las circunstancias.