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Análogamente, los dos personajes de una representación pueden debatir entre ellos y hacer partícipes a los espectadores sobre cuestiones de gran calado, apoyadas en figuras abstractas: la belleza, la poesía, la trascendencia de la arquitectura, la escultura o la música, la creatividad, etc.
El mejor cine poético utilizará el mínimo de recursos de entre los que el cinematógrafo tiene a su disposición. Desde luego no me lo imagino sumido en un océano de efectos especiales.
Se podrá argumentar si el blanco y negro es más adecuado que el color como asiento del cine poético, pero lo que es indiscutible es que el contraste de luces y sombreas, por cierto, igual que en arquitectura, es el gran hallazgo del cine-poesía. Dreyer, el gran director danés lo tuvo muy claro en todas sus películas: Gertrud, Ordet, etc.
El otro recurso imprescindible es la música, y buen ejemplo de ello son los melodramas sentimentales de contenido poético. Pensemos en Luces de la ciudad de Chaplin o Un ganster para un milagro de Frank Capra.
La música puede empujar hacia lo lacrimógeno: recordemos el omnipresente motivo de la Patética de Tchaikowsky en todo melodrama radiofónico que se preciase. Ya dijo Victor Hugo que los melodramas podían llegar a ser muy húmedos.
Pero la música puede jugar otro papel. Tratándose de dos personajes que en la obra pugnan dialécticamente todo el tiempo, será muy adecuado acompañarlos con dos instrumentos que a su vez oponen su importancia y significado en el contexto de una sonata.
La fotografía, más que un recurso cinematográfico, es su propia esencia. De ella llega a decir el poeta Benedetti: "Es obvio que la poesía y la fotografía pueden complementarse y hasta influirse recíprocamente. De modo directo o indirecto, la fotografía, a partir de un texto, puede llegar a construir una insustituible metáfora visual, capaz de fijar en la memoria para siempre, o para casi siempre, un hallazgo verbal que, de otra manera, habría pasado sin pena ni gloria".
La fotografía, a fin de cuentas, se plasma en imágenes que a su vez, desde el punto de vista poético, pueden tener dos connotaciones distintas. El ya citado Dreyer decía: "No existe experiencia más noble que la de registrar la expresión de un rostro sensible en la fuerza misteriosa de la inspiración, verle animarse desde el interior y llenarse de poesía". Y Bergman apostaba por esta idea, por ejemplo, en su película Persona.
Pero hay otro papel reservado a la imagen: el simbólico, que a mí me resulta de gran fascinación. La escultura del valenciano Alfaro (1929), o la expresión de los maestros japoneses y europeos de la papiroflexia (Akira Yoshizawa, Paul Jackson) son mis modelos por su capacidad de sugerencia, convocada desde la sencillez de unas formas puras que parten de la geometría más elemental para terminar desarrollándolas en verdaderos laberintos espaciales.
Por no alargarme citaré, en desorden, unas cuantas películas que yo señalaría como de carácter poético:
Los santos inocentes, de Mario Camus.
La vida es bella, de Roberto Benigni.
Bienvenido Mr. Marshall, de Luis García Berlanga.
La caza, de Carlos Saura.
Fantasía, de Walt Disney.
Del rosa al amarillo, de Manuel Summers.
Dersu Uzala, de Akira Kurosawa.
El abuelo, de José Luis Garci.
Ser o no ser, de Lubitsch.
Rebeca, de Hitchcock.
Lo que yo pretendo ahora es algo distinto. Se llama Papiroflexia abstracta. Mis dos personajes, cervantinos, o de un diálogo de Platón, si se prefiere, que andan polemizando de continuo, al final se redimen mutuamente de sus respectivas petulancia y simpleza, para resultar ambos vencedores de sí mismos, tal como se relata en el antepenúltimo capítulo del Quijote:
"Abre los ojos, deseada patria mía, y mira que viene a ti Sancho Panza, tu hijo, si no muy rico, muy bien azotado. Abre los brazos y recibe también tu hijo D. Quijote, que si viene vencido de los brazos ajenos, viene vencedor de sí mismo, que según él me ha dicho, es el mayor vencimiento que desearse puede".
Empieza la proyección: PAPIROFLEXIA ABSTRACTA
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