QUIÉN hay detrás

QUÉ hay detrás

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Mi amigo Mariano me envía un video maravilloso que titula Diego Ventura Binomio perfecto caballo y caballero. De él extraigo la foto que muestro y que me da pie a una serie de variadas consideraciones.


La primera es que la foto desmiente al título que se queda corto: el binomio, que existe, y es maravilloso no existiría si no estuviéramos ante un trinomio. Un trinomio que no sé si no es tan misterioso como el de la Santísima Trinidad. El toro es el tercero en concordia para que se dé con plenitud una composición tan bella. El escultor Mariano Benlliure lo tenía muy claro.



No entiendo cómo puede haber taurófilos que desprecian olímpicamente el toreo a caballo. Tengo amigos que son de éstos y adornan su opinión con “música de los caballitos … “ que, como se sabe, implica burla por la monotonía elemental y repetitiva de la música del tiovivo. ¿Recuerdan la gran película El golpe, con Paul Newman y Robert Reford? Allí estaba montado, en el bajo fondo de la cumbre mafiosa, un tinglado de caballitos para que sus prostitutas se entretuvieran en los entretantos.


Lo evidente es que Diego Ventura es la primera persona de esa trinidad o trinomio, si se prefiere este nombre. Una persona con destreza y espíritu de superación. Un portugués que, aún niño y de la mano de su padre acudió al Aljarafe sevillano para beber en las fuentes tauro ecuestres de los famosos hermanos Peralta, Ángel y Rafael. Ya antes, otro rejoneador portugués famoso, Joao Moura, había dado continuidad a la cuadra de los Peralta.


Los conocí en su pueblo, La Puebla del Río, margen derecha del Guadalquivir. Lo suyo, caballos, toros, ganadería y explotaciones agrícolas. Su entorno, el río con sus meandros, cortas, canales, marismas y aves hermanadas con mamíferos: las garcillas boyeras a lomos de cualquier res que señoreara el pastizal. Y, de vez en cuando, la estampa en eslora de un gran buque moviéndose silencioso y lento pero firme hacia Sevilla o río abajo, entre los arrozales. Y una populosa bandada de buitres dándose un banquetazo a la sombra de un eucalipto, con una mula muerta.

Era la década de 1960 cuando di con los rejoneadores y no por razón de toros o caballos. La única vez que he intentado montar en un caballo subí por su lado izquierdo  hasta que mi cabeza rebotó contra los adoquines por el otro lado. Total, una brecha que aún conservo.


No, yo entonces me ocupaba de diseño y desarrollo de máquinas agrícolas, particularmente en lo tocante al cultivo del arroz. Estaba en contacto con las explotaciones valencianas de La Albufera, en Sueca (zona de El Palmar), donde pude vivir la problemática del trasplante y posterior recolección del arroz.


Siembra y cosecha del cereal eran las faenas clave. A tal efecto en fábrica producíamos sembradoras centrífugas polisurco y cosechadoras autopropulsadas que debieran resolver el problema, pero los arrozales enfangados requerían soluciones muy particulares. El problema asociado a las cosechadoras quedó resuelto sustituyendo las grandes ruedas neumáticas tractoras por cadenas de orugas. Se importaban de Italia donde estaban bien adelantados para aplicarlas en sus explotaciones arroceras en el valle del Po.


La siembra del arroz es cuestión peliaguda porque requiere que la semilla cuando empieza a germinar esté rodeada de un medio acuoso limpio y tranquilo. Como este conjunto de condiciones es difícil de satisfacerse en la práctica, había que recurrir a otros procedimientos. El trasplante era el empleado en aquellos tiempos. En almácigas de pequeña superficie se depositaban a mano las semillas juntas en muy pequeños grupos espaciados de forma regular. Cuando ya se había consolidado el crecimiento de la planta naciente se extraían los manojos para ser trasplantados, también a mano en la parcela definitiva.


Como se ve, la siembra exigía mucho trabajo, muchos brazos y muy buenos riñones. Pero así había que trabajar para alimentar a mucha gente y dar al mundo entero la variedad de arroz El Palmar como alimento de primera. Hablo de los años 60, cuando los segadores de los arrozales ya habían asumido que debían dejar de perseguir a los mecánicos de las cosechadoras con sus hoces en la mano.


Ahora, pasados 60 años, se sigue trasplantando el arroz, pero no a mano, sino a máquina. Veo que hay unas ingeniosas máquinas de trasplantar montadas sobre tractor que por supuesto no evitan la faena de la almáciga y trasplantan a las parcelas verdaderas pequeñas alfombras que se trocean por manojos y que están hechas de compactas agrupaciones de plantas.


Esta solución parece ser adecuada para parcelas de tamaño pequeño y mediano como es el caso de las valencianas. Pero yo entonces había empezado a trabajar en otra línea: pretendía evitar  las almácigas y el consiguiente trasplante, para conseguir una siembra directa. Habría de contactar con la industria farmacéutica para explorar las posibilidades de fabricar tiras de blíster que alojaran cinco granos de arroz; las vejiguitas estarían distanciadas 20 cm,  y la longitud de la tira de plástico sería de 500 m, enrollada en carrete y, correspondiéndose con una parcela de 25 Ha. El resultado sería una densidad de siembra de 37 kg  de arroz por Ha. Muy inferior a la densidad de 130 kg. de semilla que venía utilizándose como óptima.


El tractor convencional que habría de depositar la tira de blíster portaría una barra con 25 carretes en cada pasada (barra de 5 m igual a la de las barras de corte de las mayores cosechadoras de entonces). Con 100 pasadas de tractor se habrían cubierto las 25 Ha de la parcela. A una velocidad de 10 Km / h, se tardarían 5 horas de tractorista en completar la siembra (tiempo de maniobras, aparte).

BINOMIO

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