El abuelo lo pasó mal cuando Juan se despabiló y hubo que cambiarle de posición en el cochecito de paseo. Hasta entonces, siempre iba en postura horizontal, invertida si dormía, o no, si estaba despierto.


Entonces, a cuatro ojos, abuelo y nieto se traían unas conversaciones interminables. Pero a Juan no le bastaba esto y necesitaba nuevas experiencias: algo más que las hojas de los árboles que representaban su único horizonte.


Un horizonte siempre móvil. Por lo menos Juan intentaba que el abuelo se lo mantuviera en movimiento permanente, y así, en cuanto se paraba el cochecito, Juan protestaba. Pero ocurrió que un día Juan pensó que lo mismo que una cosa tan quieta como un árbol se podía mover, seguramente habría otras cosas que también se moverían sin necesidad de que el abuelo empujara.


En efecto, Juan tenía razón. Cuando la cuna-móvil fue convertida en silla con muy amplias perspectivas frontales, Juan descubrió que también se movían solas las motos, la barredora del Ayuntamiento, los coches colorados y las furgonetas.


Con el cambio Juan salió ganando y el abuelo perdiendo. Ya no podía hablarle ni disfrutar de su mirada. Ni siquiera alcanzaba a saber cómo Juan disfrutaba de sus nuevos mirares.


Un día, una señora que se cruzó en el camino de la breve comitiva, se vino para Juan y la paró. No era raro que la gente se parara con Juan y le hablara porque Juan se prestaba a ello de manera incitante y comprometedora.


Pero hijo, llevas los ojos tapados y no sabes lo que te estás perdiendo! dijo la señora. Y añadió: a ver, que vea yo cómo eres de bonito!


Como hacía frío, el abuelo le había encasquetado a Juan un gorro azul de lana con vuelta sobre la frente. El gorro era muy práctico porque lo mismo servía, además, de bufanda que de orejeras. Pero Juan no debía entender todo aquello y dedicaba todas sus energías a quitárselo como fuera: lo que conseguía, naturalmente, era hundírselo cada vez más.


Y fue entonces cuando llegó la señora: Juan tenía el gorro metido hasta la punta de la nariz ... y el abuelo en Babia.


Ponía éste remedio urgente y adecuado a la situación cuando la señora exclamó: Claro, con esos ojos tan lindos tienes que hacerte amigo de los árboles y las plantas para defenderlas cuando seas mayor! Que Dios te bendiga, mi niño! Y siguió su camino. Esto es lo que se oyó a la señora, pero seguramente lo que no se le oyó fue algo así: Este abuelo es un inútil! ...


Juan tiene una pequeña peca en el empeine del pie izquierdo. Lo sabe y se la muestra a cualquiera que se interese por ella. Al abuelo le resulta sorprendente ver que Juan, que no articula palabra, al conjuro del vocablo peca pone su pie izquierdo encima del tablero de la trona. Lo mismo da que tenga o no los pinreles desnudos: nunca se equivoca de pie.


El abuelo ignora, en definitiva, cómo funciona el cerebro del nieto. Pero hay más. Juan tiene su propia jerga en clave yabuya/goegoe y la utiliza cuando le parece. Lo asombroso es que admite al abuelo en su conversación.


Ésta se suele producir regularmente cuando el abuelo se sienta a descansar en un banco callejero después de la última andadura. Juan no necesita de eso porque se transporta sentado; así pues, llegados al banco, Juan se echa al suelo muy diligente y lo rodea con paso tambaleante ayudándose del adecuado agarre a hierros y tableros. Sobre la marcha empieza Juan a decirle al abuelo:


-AGOYUBIYIGUGABUYÁ


Y el abuelo le contesta preguntando a su vez:


-GOEGUELIYIGUYABAYÍ?


Así puede durar el diálogo varias vueltas de banco, eso sí, con sus reglas de juego perfectamente aceptadas y seguidas: el abuelo ha de girar el torso continuamente para mirar siempre de frente a Juan, y éste interrumpirá su parlamento para dar lugar a la intervención del abuelo; mientras lo hace, normalmente Juan detendrá su marcha para escuchar con ojos atentos lo que el abuelo dice, y en consonancia con ello continuar la conversación ...


Los allegados a Juan dicen que lo entiende todo. Y no queda aquí la cosa. En otro momento, el abuelo probó a hablarle en inglés a Juan. Pues bien, la reacción de Juan fue, con esta secuencia, de asombro, atención y por fin, risa. Una reacción singular que no tenía nada que ver con lo que sucedía en las conversaciones habituales entre abuelo y nieto.


Nadie vaya a pensar, sin embargo, que la comitiva mínima de abuelo y nieto transitaba sin trifulcas y como sobre un camino de rosas. Ni mucho menos! De hecho el abuelo había bautizado al nieto como Don Geodesio Trifulcas.


D. Geodesio, sáquese V. inmediatamente esa porquería de la boca!, increpaba el abuelo a distancia.


Y Juan, dándose por enterado de la increpación, se relamía, sonreía y le enseñaba un gesto desafiante al abuelo. Claro, éste salía corriendo hacia el lugar de los hechos, le sacaba -si tenía suerte- el o los cuerpos extraños que pudiera encontrar y lo más probable es que el balance se saldara para el abuelo con una dentellada en su dedo.


A Juan le encantaba llevarse absolutamente todo a la boca. Pero con este orden de preferencias: las cáscaras de pipas de girasol, las de pistacho y los herrajes de cierre de las latas de refresco. El abuelo podría hacer un catálogo completo de las cosas que ha sacado de la boca del nieto, pero no lo hará para que no cunda la alarma social en los medios de la autoridad gubernativa.


Al abuelo le encantaba ver a Juan dando sus primeros pasos con sus brazos en ángulo recto y los puños hacia arriba como soportando en ellos la barra invisible del funambulista o el eje lastrado de uso en halterofilia. Los traspiés daban con él en el suelo porque la barra, además de invisible, no existía. Ahí es donde Juan empezaba a gatear hasta arrimarse a la vertical que necesitaba para empinarse.


El problema surgía cuando no había vertical a mano. Entonces Juan recurría al expediente de meterse en la boca lo que encontrara más a mano para provocar la carrera del abuelo hasta él. Y si no encontraba cosa material, tampoco importaba: entonces engañaba al abuelo haciendo ver que se había metido algo, y el resultado era el mismo.


El resto de la maniobra era simple: echar los brazos arriba hacia el abuelo, que lo levantaba con complacencia y comprensión. Y de paso aprovechaba para darle una voltereta que tanto le gustaba. Sólo con oír la palabra mágica, Juan metía la cabeza entre las piernas del abuelo, y sus manos entre sus propias piernas. Para el abuelo era una fiesta ver cómo Juan salía de la voltereta con su cara iluminada, la boca abierta mostrando los dientes más separados que nunca y los pelillos de punta.


Abuelo y nieto terminaron aquella mañana con sus huesos en el Retiro y, precisamente, delante de una ardilla. Juan no necesitó de mucha estimulación para perseguirla y fue tras ella varios metros. Cuando, triunfante, la tenía ya acosada y a una distancia de un par de metros, la ardilla se paró y Juan también; ella se dio la vuelta para mirarlo de frente y en un visto y no visto se fue para él encaramándose pantalones arriba.


La metamorfosis del gesto de Juan fue antológica. Se volvió en un respingo indescriptible en la dirección en que venía el abuelo y se puso a llorar desconsoladamente. Como el abuelo se riera con ganas, al nieto se le trocó pronto el llanto en una risa nerviosa que se convirtió en abierta y sosegada cuando el abuelo lo abrazó.


AR-DI-LLA dijo el abuelo, y Juan repitió A-DI-LA. En vista de que Juan había articulado por primera vez, y aceptablemente, una palabra trisílaba, el abuelo decidió dar por terminados estos relatos inarticulados.


Aquí se acaba, pues, una historia que lo mismo se podía haber escrito en griego, en español o en inglés: es la pequeña historia de un pequeño protagonista, del número uno, del number Juan.


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