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QUIÉN hay detrás

QUÉ hay detrás

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Nuestro Autor no podía pasar por alto la paradoja más famosa, la del mentiroso, debida a Epiménides el cretense. He leído variadas respuestas a ella pero como no coinciden con la que di una vez a un amigo que me la propuso, voy a intentar ahora resumir esta última.


Venía redactada como el siguiente silogismo:

“Todos los cretenses son unos mentirosos. Yo soy cretense, luego yo soy un mentiroso”


Se trata de un silogismo aparentemente perfecto con una conclusión válida. Lo que ya no resulta válido  es lo que extraemos de la conclusión Yo soy un mentiroso. Si a ésta la expresamos sustituyendo la palabra mentiroso por su definición según el DRAE, tenemos lo siguiente:


-Yo soy uno que miente

-Yo soy uno que dice o manifiesta lo contrario de lo que sabe, cree o piensa.


Como se ve, lo que no dice la definición, es que el mentiroso mienta siempre. Esa figura no existe, no tiene nombre. El mentiroso mentirá más o menos, pero de vez en cuando dirá alguna verdad: es imposible que alguien, desde que abre la boca por la mañana hasta que la cierra por la noche, y un día tras otro, no haga más que proferir mentiras.


Así pues, lo que ocurre es que el redactor, al plasmar el silogismo, debería haberlo terminado así: … luego yo soy un mentiroso que en esta ocasión estoy diciendo verdad.


En definitiva se trata de un sofisma porque atenta contra la regla de que en un silogismo los términos no deben tener mayor extensión en la conclusión que en las premisas.


He empleado el principio de sustitución que nuestro autor trata de la manera que sigue para advertir del cuidado que hay que tener al usarlo.

Sin embargo, fuera de las matemáticas, este principio de sustitución puede fallar como lo demuestra el siguiente argumento:


El Presidente creía que la ciudad de Copenhague estaba en Noruega.

La ciudad de Copenhague es la capital de Dinamarca.

El Presidente creía que la capital de Dinamarca estaba en Noruega.

Cuando escribí el artículo SENTIDOS se me olvidaron dos: El sentido del humor y el doble sentido de las palabras. Ambos son de esos que suelen ir mezclados apoyándose mutuamente.


Hay quien piensa que el problema que suele presentar ese doble sentido se resolvería fácilmente con que no existiera, es decir, con que cada palabra tuviera un sentido único. Dicen que así el idioma sería más rico.


¡Falso! ¿Se imagina usted un idioma sin adjetivos pero con muchísimos más sustantivos diferentes? No, los humoristas terminarían suicidándose porque el humor (y el sentido que entraña) se apoya, fundamentalmente, en estas  dos cosas: el doble sentido de las palabras o de las expresiones, y en la sorpresa.

El no distinguir entre el uso y la mención puede   llevar a argumentos como éste, respecto al ex presidente Ford de los EE.UU y su señora:


La señora del Presidente quiere a Ford.

Ford es un coche.

Luego la señora del Presidente quiere un coche.

A mí se me ocurre aquel otro de gallegos. Están en la cama Carmiña y Pepiño, y se  produce este diálogo:

P.- ¡Pero qué guapísima estás, Carmiña!

C.-¡Ay, Pepiño, m´abrumas!

P.-Bueno, Carmiña. No es para tanto.

C.-No, que digo que si m´abru más de piernas.


El doble sentido de las palabras a que me referí antes, me lleva a el emparejamiento de dos sentidos corporales que hace nuestro autor, uniéndolo al sentido del humor. Primero, la vista y el gusto: