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Continuamente se extiende en describirnos con todo detalle su modestia y sus limitaciones e imperfecciones, pero ello no quita para presentar una firmeza de opinión sin complejos al tiempo que dice mostrar una gran comprensión para quien no piense como él.


A propósito de esto último, nos dice el autor en de los libros:


Tanto monta decir según el parecer de Platón que según el mío, pues los dos vemos y entendemos del mismo modo.

Entre los libros de mero entretenimiento me placen entre los modernos El Decamerón, de Boccaccio, el de Rabelais [se debe referir al Garagantua]… Los Amadises y otras obras análogas, ni siquiera cuando niño me deleitaron ¿Añadiré además, por osado o temerario que parezca, que esta alma adormecida no se deja cosquillear por Ariosto, ni siquiera por el buen Ovidio? La espontaneidad y facundia de éste me encantaron en otro tiempo, hoy apenas si me interesan. Expongo libremente mi opinión sobre todas las cosas, hasta sobre las que sobrepasan mi capacidad y son ajenas a mi competencia; así que los juicios que emito dan la medida de mi entendimiento, en manera alguna la de las cosas mismas. Si yo digo que no me gusta el Axioca de Platón, por ser una obra floja, si se tiene en cuenta la pluma que lo escribió, no tengo cabal seguridad en mi juicio, porque su temeridad no llega a oponerse al dictamen de tantos otros famosos críticos antiguos, que considera cual gobernadores y maestros, con los cuales preferiría engañarse. Mi entendimiento se condena a sí mismo, bien de detenerse en la superficie, porque no puede penetrar hasta el fondo, bien de examinar la obra bajo algún aspecto que no es el verdadero. Mi espíritu se conforma con librarse del desorden o perturbación, pero reconoce y confiesa de buen grado su debilidad. Cree interpretar acertadamente las apariencias que su concepción le muestra, las cuales son imperfectas y débiles. Casi todas las poesías de Esopo encierran sentidos varios; los que las interpretan mitológicamente eligen sin duda un terreno que cuadra bien a la fábula; mas proceder así es detenerse en la superficie; cabe otra interpretación más viva, esencial e interna, a la cual no supieron llegar los eruditos. Yo prefiero el segundo procedimiento.


Deja claro Montaigne que no le interesaban los libros de caballerías. Él no alcanzó a conocer el Quijote, y es una lástima porque aún no siéndolo y precisamente por eso, habría sido de gran valor la opinión del autor francés sobre la excepcional obra de Cervantes.


NOTA.- Aquí dice el traductor: “Este diálogo [Axioca] no es de Platón, como lo reconoció ya Diógenes Laercio”. Con ésta se ponen de manifiesto varias cosas: un fallo de nuestro autor que reconoce y confiesa de buen grado su debilidad; pero también su valentía al enfrentarse al coloso Platón, y su buen juicio a pesar del error.


En relación con Esopo y sus Fábulas yo también preferí el segundo procedimiento de Montaigne:


Vuelvo sobre el tema de la modestia en Montaigne, en este caso referido a su asombrosa memoria a que antes aludía. Me quedo sin saber si su modestia es falsa y es puro pretexto para magnificar sus dotes memorísticas, o es real y doblemente elogiable. En De los mentirosos escribe:


No hay ningún hombre más desacertado que yo para hablar de memoria, pues es tan escasa la que tengo que no creo que haya en el mundo nadie a quien falte más que a mí esta facultad. Todas las demás son en mí viles y comunes, pero en cuanto a memoria me creo un ente singular y raro digno de ganar reputación y nombradía …

Algo me sirve de consuelo en esta falta de memoria: … Si me hallara favorecido por tal facultad hubiera ensordecido a mis amigos con mi charla … Es cosa lamentable, yo lo veo por algunos de mis amigos … Sobre todo son peligrosos los viejos en quienes permanece vivo el recuerdo de las cosas pasadas y que perdieron la memoria de sus repeticiones. He visto relaciones muy agradables convertirse en aburridas en la boca de un anciano, porque cada uno de los circunstantes las había oído cien veces por lo menos.


Cuando antes hablaba de las guerras civiles en su propio país, así denominadas por Montaigne, es claro que él se refería a las guerras entre católicos y protestantes (llamados estos hugonotes, en Francia). Pero como nuestro autor era un ferviente católico, se ve que le repugnaba mezclar lo católico con lo guerrero y con lo colateral a ello (recuérdese la noche de san Bartolomé).


Sin embargo, a lo largo de toda su obra no puede evitar tomar la guerra y todo lo que supone, como la cosa más natural. Era el signo de unos tiempos que mantenían a los humanos enfrascados permanentemente en su principal ocupación: guerrear.


En su ensayo XXXVI del Libro 2º, De los hombres más relevantes, opta por estos: En primer lugar, por Homero pero, a continuación, por tres hombres de armas: Alejandro Magno, a la par de Julio César, y Epaminondas, para Montaigne, el más excelente, el que alzó a Tebas sobre Esparta, si bien por poco tiempo (el que tardó en prevalecer la Macedonia de Filipo y su hijo Alejandro).


Este ocuparse de entonces en lo religioso o en lo guerrero queda perfectamente plasmado en el Quijote con la única alternativa que, en la práctica, había en su tiempo; la de servir a Dios o al Rey: entrar en religión (en algún monasterio, a la sombra de alguna canongía o algo semejante), o enrolarse en el ejército del rey que siempre estaba dispuesto a luchar por algo, contra alguien y en algún sitio.


Todo esto que comento tiene un buen reflejo en el siguiente escrito de Montaigne que no es parte de sus Ensayos sino de una carta recogida en su Correspondencia, y que había dirigido al príncipe luego llamado Enrique IV después que ese príncipe hugonote hubiera progresado hacia París, aunque antes de trasmutar su causa a la del catolicismo (recordar su famosa frase París bien vale una misa -pronunciada13 años después de escrita esta carta y uno después de la muerte de Montaigne-). Ese progreso (o prosperidad) había que entenderlo tanto como que entonces el príncipe se acercaba en su avance hacia la capital, como que iba ganando adeptos a su causa.


…  Mas el que Vuestra Majestad [aún faltaba un año para que Enrique III fuera asesinado y proclamado rey Enrique IV] se haya dignado parar mientes en mis cartas y ordenar que sean contestadas, prefiero mejor deberlo a la benignidad que al vigor de su alma. Siempre miré con buenos ojos esa misma fortuna de que ahora disfrutáis, y acordárseos puede que hasta cuando tenía que decírselo a mi confesor [1] en modo alguno dejé de ver gratamente vuestras prosperidades; al presente, con mayor razón y libertad las abrazo al par que con plena afección. … No acertaríamos a sacar de la justicia de vuestra causa argumentos tan poderosos para sujetar o reducir a vuestros súbditos como los hallamos a la mano con las dichosas nuevas de vuestras empresas.


[1] La nota del traductor dice: “Tenía que decírselo a su confesor porque su proceder significaba el aplauso de las prosperidades de un herético y de un príncipe que combatía entonces al soberano a quien Montaigne estaba obligado a servir, a Enrique III”.

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