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QUIÉN hay detrás

QUÉ hay detrás

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¿Quién es, pues, me dirán, el que escribe para otro? Lo diré. En los países en que se cree que es dañoso que el hombre diga al hombre lo que piensa, lo cual equivale a creer que el hombre no debe saber lo que sabe, y que las piernas no deben andar; en los países donde hay censura, en esos países es donde se escribe para otro, y ese otro es el censor. El escritor que, lleno ya un pliego de papel, lo lleva a casa de un censor, el cual le dice que no se puede escribir lo que él lleva ya escrito, no escribe ni siquiera para sí. No escribe más que para el censor. Éste es el único hombre en que yo disculparía que escribiese un libro de memorias, y hasta que escribiese un memorial. A mayores tonterías puede obligar una prohibición.

Estoy muy lejos de querer decir que yo haya escrito nunca para otro, en este sentido, porque, aunque es verdad que he tenido relaciones con varios señores censores, por otra parte muy beneméritos, puedo asegurar que en cuanto he escrito nunca he puesto una sola palabra para ellos, no porque no crea que no son muy capaces de leer cualquier cosa, sino porque siempre acaban por establecerse entre el censor y el escritor etiquetillas fastidiosas y dimes y diretes de poca monta, y a decir verdad soy poco amigo de cumplimientos.

Bien determinado como estoy a no escribir jamás para el censor, he tratado siempre de no escribir sino la verdad, porque al fin, he dicho para mí, ¿qué censor había de prohibir la verdad, y qué   Gobierno ilustrado, como el nuestro, no la había de querer oír? Así es, que si en el reglamento de censura se prohíbe hablar contra la religión, contra las autoridades, contra los gobiernos y los soberanos extranjeros, y contra otra porción de materias, es porque se ha presumido, con mucha razón, que era imposible hablar mal de esas cosas, diciendo verdad. Y para mentir más vale no escribir. Todo esto es claro; es más que claro; casi es justo.

¡Qué bien, y qué irónicamente describe aquí Larra la atmósfera de la censura! Porque cuando existe es algo que se respira como el aire atmosférico. En tiempos de absolutismo siempre se han aliado los censores del nihil obstat con los de la censura política, es decir hay que evitar que alguien piense por su cuenta y sobre todo que diga lo que piensa, no vaya a ser algo inconveniente para el poder (cualquier poder).

La censura del siglo XIX era una institución que no se ocultaba; se exhibía y se contaba con ella. Ya hemos visto cómo Becquer ejerció de censor; no por mucho tiempo, es verdad, y tampoco me lo imagino en tal papel, de lo poco que lo conozco. En el siglo XX he conocido algún meapilas pluriempleado de censor, supongo que juzgando carteles como los que se mostraban a la entrada de algún pueblo con textos parecidos a éste: Prohibida la mendicidad y la blasfemia sin causa justificada.

Pero que nadie se equivoque y vaya a pensar que en el siglo XXI, el de la democracia perfecta, la censura ha desaparecido de nuestras vidas. Lo sinuoso de su ejercicio es lo que produce el malentendido. A la censura implícita de ahora se la puede llamar incluso práctica de buen gobierno. Si escribes para una revista, aparte de someterte al libro de estilo, te has de someter a tal cantidad de condiciones que a poco librepensador que seas, abandonas. Para no hablar de la coerción principal: la atmosférica de lo políticamente correcto que lo impregna todo de forma agobiante.

Lo que está permitido es alabar, sin que en eso haya límite ninguno; porque es probado que en la alabanza ni puede haber demasía, sobre todo para el alabado, ni puede dejar de haber verdad y justicia. Por esta razón yo me he propuesto alabarlo siempre todo, y a este principio debo la gran publicidad que se ha permitido a mis débiles escritos. Sistema que seguiré siempre, y que hoy más que nunca seguiré, porque efectivamente no hay motivo para otra cosa.

Según y cómo, al menos en los tiempos que nos andan. Ya he hablado antes de lo políticamente correcto; pues bien, esto prohíbe terminantemente la alabanza indiscriminada sobre todo si es desmesurada y canta demasiado. Ni los amigos de los del poder deben alabar en exceso a quienes lo ostentan. Hoy está mejor visto atacar al enemigo (lo llaman adversario político para disimular), que alabar al amigo.

Así pues, ahora no se lleva la alabanza, ni en el bando del gobierno ni en el de la oposición. Me refiero a la alabanza ostensible, no a la encubierta que sí está permitida. Esta técnica del encubrimiento está inspirada en lo que es común en materia de propaganda. Por ejemplo, desde una TV en manos de cierto gobierno no sería políticamente correcto alabar descaradamente lo que hace ese gobierno local en un determinado ámbito. Pero la misma TV, y en el momento mas oportuno, puede alabar sin tasa lo que hace una ONG en el centro de África cuando ello se asemeja mucho a lo que hace dicho gobierno local.

Lo referido antes concierne a la lucha entre partidos (la lucha partidaria que dicen los que no saben hablar: ¡partidista, señores políticos!).

Porque sí que hay algo digno de alabanza en la voluntad de todos los políticos, sean del partido que sean; esto es: la política, la democracia, la representación popular, la voluntad popular, el poder emergido del pueblo, y todos sus derivados: la justicia, las leyes, etc.

No cabría esperar algo distinto porque todos ellos se alimentan (comen cada día, para entendernos) de esos grandilocuentes conceptos. Sensu contrario a la alabanza está la crítica. ¿V. ha oído alguna vez a un político de cualquier partido criticar el bochornoso espectáculo de parlamentarios huídos de un hemiciclo vacío? ¿O de otros leyendo el periódico, o con el móvil en danza, o con el portátil de entretenimiento?

¿El pueblo llano sabe de la utilización de los despachos de los parlamentarios? ¿Sabe que el grande y magnífico edificio del que fue Banco Exterior de España es desde hace poco parte del inmovilizado material del parlamento? ¿Sabe a qué se dedica, o hay que sospechar que su destino es llenarlo de muebles nuevos para asentar nueva burocracia que, como es natural, generará nueva burocracia sin tardar mucho?

Con contadas excepciones ocasionales todos los políticos veneran las leyes y la justicia. Toma!, como que las unas han salido de sus manos (no estoy muy seguro si también de su cabeza, o de sus pies -a veces uno echa de menos a los pulpos, pues ya sabemos que al menos estos sí tienen pies y cabeza-). La otra, la justicia, también emerge del parlamento, es decir, del gobierno, por más que todos a coro celebren a Montesquieu y su división de poderes. Excepcionalmente, y sin que sirva de precedente, el político socialista Alfonso Guerra dijo en cierta ocasión una verdad: "Montesquieu ha muerto”.

Y ¿qué decir de las leyes que hacen los padres de la patria? Pues que como están para eso, para hacerlas, han de ocuparse en ello con denuedo, sin importar si son buenas, malas, oportunas, conflictivas, redundantes, aceptables, útiles, de antecedentes perniciosos, etc. La única condición que han de cumplir es que sean muchas. Y que a nadie se le ocurra corregir una que salió nefasta: ello equivaldría a admitir que alguno de esos padres se equivocó, cosa impensable! Ya decía Larra que en materia de alabanza no puede dejar de haber verdad y justicia. Y la obra de nuestros padres patricios no merece sino alabanzas.

¿Alguna vez se critica el contubernio que se traen Ejecutivo y Legislativo? Aquí me acude lo que se dice de los malos ingenieros mecánicos. Cuando tienen un problema y no saben como resolverlo, ponen un muelle. Pues igualito pasa con los políticos: para resolver un problema que no saben cómo atacar, hacen una ley.


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