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QUIÉN hay detrás

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Continuemos echando una ojeada sobre los que escriben para sí.

El que escribe un memorial (1) escribe sin duda para sí. Generalmente nadie lee los memoriales sino el que los escribe, que es el único a quien importan; la prueba de esto es que cuando el empleo se ha de dar, ya está dado antes de hacer el memorial; y cuando hay que hacer el memorial, es señal de que no hay que contar con el empleo. Apelo a los señores que están colocados y a los que se han de colocar. Es, pues, más necio escribir un memorial que un souvenir. En este sentido tampoco he escrito nunca para mí.

El que escribe un informe (2), un consejo, un parecer, escribe para sí; la prueba es que generalmente siempre se pide el consejo después de tomada la determinación, y que cuando el informe no gusta se desecha.

El que escribe a una querida (3), escribe para sí, por varias razones; por lo regular rara vez se encuentran dos amantes en igual grado de pasión, por consiguiente el calor del uno es griego para el otro, y viceversa. Además, desde el momento en que dejamos de querer a nuestra amada, dejamos de escribirla. Prueba de que no escribíamos para ella.

(4) Los autores han dicho siempre en sus prólogos, y se lo han llegado a creer ellos mismos, que escriben para el público; no sería malo que se desengañasen de este error. Los no leídos y los silbados escriben evidentemente para sí; los aplaudidos y celebrados escriben por su interés, alguna vez por su gloria, pero siempre para sí.

(1) Entiendo que un memorial, tal como lo describe Larrra debía ser algo así como una instancia florilegiada impregnada de incienso propio y destinada a solicitar un empleo público. Dudo que los escasos empleos privados de su época estuvieran familiarizados con esta figura.

El enchufe, la recomendación y recursos similares han estado siempre presentes en nuestra vida pública; Larra lo sabe y los descubre con agudeza. Todo el siglo XIX estuvo plagado por tal fenómeno, aunque no siempre tenía por qué ser reprochable la elección aparentemente arbitraria y más o menos caciquil.

Tomemos el caso de Becquer que había nacido el año antes de morir Larra. Nadie discute sus méritos y su honradez. Ejerció en el ámbito privado y en el público, pues fue periodista y Censor de novelas con Narváez en 1864, poco antes de estar pensionado por Alcalá Galiano (gracias a ese pensionado a causa de su muy precaria situación económica, pudo escribir el poeta sus famosas Cartas desde mi celda). Dada la actitud de benevolencia de esos gobernantes hacia el poeta, es casi seguro que Becquer no tuvo que hacer nunca ningún memorial.

Hoy en día todo ello queda un tanto superado por las oposiciones, concursos de méritos etc, aunque se ha desarrollado profusamente el cargo de confianza que es capaz de allanar cualquier dificultad al amiguismo.

Es lógico que Larra no toque el tema de los empleos privados que hoy se cubren gracias a los currículos que los pretendientes componen a manera de memorial, de tal manera que se ha generado la próspera industria de la confección curricular por parte de Consultores de todo pelaje.

(2) Muy perspicaz Larra en materia de informes. Y calla que si se admite el informe y luego la cosa resulta mal, quien decidió tiene en su mano culpar al informador y quedarse él de rositas: el político, libre de culpa y el técnico informador, culpable. O lo que es lo mismo: responsabilidad política (agua de borrajas) para uno, y responsabilidad penal (la cárcel) para el otro.

(3) Ingeniosa butade esta de Larra sobre las cartas de amor. Contradecirla con seriedad resulta tan penoso como explicar un chiste, pero como yo me he propuesto tomar en serio a nuestro autor, no tengo más remedio que explicarme.

Claro que el nivel de amor de dos amantes es distinto, pero nunca tanto como para que uno escriba en griego y el otro conteste en latín. De ser ese el caso, estaríamos próximos al Método Ollendorf, y eso no hay amor que lo aguante, con lo cual pasaríamos a la siguiente situación que apunta Larra: La de no escribir a la amada que dejó de serlo.

Esta última situación me recuerda, mutatis mutandis, a quienes dictaminaron, después de observar que en los yacimientos arqueológicos del antiguo Egipto no encontraron conductores de cobre, que ello probaba que los egipcios de las primeras dinastías utilizaban la telegrafía sin hilos.

Las cartas de amor, como todo escrito que se precie, se produce primero, para uno, y además para el segundo. Se lo dice a V. uno con tres años de experiencia epistolar de novio y con otros cincuenta de aprendizaje compartido. Total, 53 años juntos, primero sobre el papel, que lo aguanta todo, y después sobre la vida que se aguanta de otras maneras.

Y luego están los que escriben cartas de amor para terceros. No pienso ahora en las cartas aquellas que el ama de casa escribía para la analfabeta novia del soldado. Estoy pensando en Benavente, que las tiene, y deliciosas, entre la colección de las que llamó Cartas de mujeres. Los terceros somos sus lectores, entre los cuales me cuento. Y como tal, no sé si admirar más las cartas, de gran penetración sicológica y belleza expresiva, o la habilidad para el marketing que nuestro Nóbel derrocha en el prólogo para vender a las mujeres la idea de que son ellas las autoras de esas pequeñas joyas, y no el propio Don Jacinto.

(4) Antes me he referido a la contradicción entre escribir para sí o escribir para otros, pero quisiera ahora añadir algo también a título personal y muy al aire de los tiempos que corren.

Ya había publicado yo algunos libros, y al jubilarme me planteé recopilar el variado y disperso material que aún tenía, para producir un conjunto medio incoherente, medio interesante y variopinto que pudiera ofrecer a alguna editorial de esas especializadas en incoherencias, que seguramente habría de haberlas.

Al mismo tiempo, mi experiencia con la edición me empujaba más a la retracción que al entusiasmo por la idea. Y encontré la solución en INTERNET. El propio Larra había escrito (no sé si para sí o para los demás) que escribir en España es llorar, cosa cierta incluso hoy para todos los españoles salvo contadas excepciones. Y decidí jugar con ventaja.

Como pensionista, no necesitaba escribir para vivir; me gustaba escribir para mí; pensaba que con aquello tan fino de su gusto es el mío, mis cosas podrían interesar a alguien; me podía permitir el lujo de la libertad de ambos brazos de la tenaza (del editor y de los lectores); me obsequiaría con algo que siempre me ha interesado: aprender cosas nuevas (en este caso, aplicar la informática que ya me era familiar, al ámbito de Internet); tendría ocasión de  dar forma a ideas, proyectos e incluso realizaciones desdibujadas, dispersas o difusas; o incluso, de abrir nuevos caminos inexplorados; sin contar con que se me ofrecía una posibilidad cómoda de mantener en forma mi mente mientras el cuerpo aguantara. ¿Qué más podía pedir? Bueno, pues esto que acabo de escribir para mí, se lo doy gratis, a quien lo quiera! Y añadiré que me ha salido prácticamente de balde, si descuento la imprescindible ayuda de mi hijo y la de algún amigo.

Hay otra forma de escribir para terceros: la representada por la figura de el negro, el que escribe de encargo, a sueldo, en el anonimato, y en exclusiva para un escritor u otro personaje de nombre reconocido. Una variante es la del escritor de discursos para políticos, hombres de estado o grandes figuras demasiado ocupadas en sus cosas.

Y por fin, una última: la del que escribe, no para tercera persona sino para el grupo, mínimo en general, del que el propio escritor forma parte. Sería el caso de los hermanos Álvarez Quintero en los que el deslinde de autoría es prácticamente imposible, y el de Gregorio Martínez Sierra si consideramos el grupo autor que constituyeron él y su primera mujer. Si bien es cierto que ésta se situaba a mitad de camino entre el papel de negra y el de la asociación quinteriana.


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