21. Arte para ser dichoso. Reglas hay de ventura, que no toda es acasos para el sabio; puede ser ayudada de la industria. Conténtanse algunos con ponerse de buen aire a las puertas de la fortuna y esperan a que ella obre (1).

     

Mejor otros, pasan adelante y válense de la cuerda audacia, que en alas de su virtud y valor puede dar alcance a la dicha y lisonjearla eficazmente. Pero bien filosofado, no hay otro arbitrio sino el de la virtud y atención, porque no hay más dicha ni más desdicha que prudencia e imprudencia (2).


     Este Oráculo es un resumen de la fábula del burro que Gracián desarrolla en el Capítulo XXIII de El Discreto.

     

Fue el burro a quejarse a Júpiter de que además de serlo, tenía mala suerte. Se explicó: La suerte me hace ser necio y vivir descontento, porque persigue la inocencia y favorece la malicia. El soberbio león triunfa; el tigre cruel vive; la zorra se ríe de todos después de engañarlos. Yo sólo, que a ninguno he hecho mal, de todos lo recibo.

     

Llamó Júpiter a la Fortuna para que explicara el caso. El veredicto final fue el siguiente.

     

Infeliz bruto: no serías tan desgraciado si fueras más avisado. Lo que tienes que hacer es ser despierto como el león, prudente como el elefante, astuto como la zorra y cauto como el lobo.

     

¡Pues no pide nada Júpiter! Y todo a uno de los seres más limitados. Ese es el  programa que preconiza hoy el liberalismo arrollador que lo llena todo. Un programa pensado para los más fuertes, los más listos, los más capaces, etc. Y qué hacemos con la inmensa mayoría que está incapacitada, como el burro, para esa lucha brutal, inteligente y agotadora?

     

Quiero romper ahora una lanza a favor del desgraciado borrico. Decía el eminente profesor de la Escuela de Ingenieros de Caminos Clemente Saez García que el mejor diseño de un camino en medio del campo consistía en cargar de piedras el serón a lomos de un burro, y tomar nota del itinerario que sigue.

     

En el otro extremo está la gente normalita que puede dar bastante de sí pero que prefiere refugiarse en la espera de que llegue a ayudarle la diosa Fortuna.


(1) Aunque no hay reglas fijas para conseguir la dicha, sí hay orientaciones que ayudan. El sentido común dice que no basta para ser dichoso el esperarlo todo de la suerte.


(2) Un riesgo calculado, apoyado en el buen sentido y una formación adecuada puede obrar el milagro que seguramente la suerte no deparará. Resumiendo: La prudencia es mejor que la buena suerte, y la mala suerte no es tan mala como la imprudencia.


22. Hombre de plausibles noticias. Es munición de discretos la cortesana gustosa erudición; un práctico saber de todo lo corriente, más a lo noticioso, menos a lo vulgar (1); tener una sazonada copia de sales en dichos, de galantería en hechos y saberlos emplear en su ocasión. Que salió a veces mejor el aviso en su chiste que el más grave magisterio. Sabiduría conversable, valióles más a algunos que todas las siete con ser tan liberales.


Las siete artes liberales (las del trivium y el cuadrivium de los romanos) no son más útiles que un conocimiento generalista puesto al día y adobado con la gracia de un saber decir chispeante, ameno y de oportuna aplicación.

     

Con ese caudal aparentemente ligero se puede incluso impartir enseñanza con más eficacia que con un discurso muy serio, riguroso y elevado.

     

Total, a quien hoy poseyera todas aquellas virtudes, se lo disputarían los canales de TV o radio  más prestigiosos para tenerlo en la plantilla de los progrmas de tertulianos. Y no para que irradiara sabiduría (que los tipos así suelen tener más bibliografía que ideas), sino para atraer anunciantes que son quienes pagan a tenor de la cantidad de gente que sintoniza los programas.


(1) Como se ve, de todas maneras Gracián se inclinaría más bien por el “escritor científico”, el divulgador ameno de revista científica, que por el sabelotodo del mercadillo “rosa”.


23. No tener algún desdoro. El sino de perfección; pocos viven sin achaque, así en lo moral como en lo natural, y se apasionan por ellos, pudiendo curar con facilidad. Lastímase la ajena cordura de que tal vez a una sublime universalidad de prendas se le atreva un mínimo defecto, y basta una nube a eclipsar todo un sol. Son lunares de la reputación, donde para luego, y aun repara, la malevolencia. Suma destreza sería convertirlos en realces. De esta suerte supo César laurear el universal desaire.


El mejor escribano echa un borrón. Éste es el sino de la perfección: estar siempre acompañada de defectos. Lo mismo le pasa a la naturaleza que, ya es benéfica, ya nos perjudica. Pero en su amplio conjunto, no nos podemos quejar de ella. Recientemente se moría un afamado deportista repitiendo que la vida merece la pena: La perfección de la vida y el desdoro de la pena.

     

El verdadero sabio está por encima de sus defectos, no por vanidad o soberbia, sino por sincera humildad: eso es lo que le hace realmente grande.

     

Pero el vulgo no se para en ello y es intransigente con los fallos de los sublimes; en esos fallos repara y aún se ceba.

     

El sobresaliente puntilloso, además de remediar sus defectos, saca partido de ellos: César era calvo, pero se coronaba de laurel. Demóstenes era tartamudo y limitado de voz, pero con su gran fuerza de voluntad llegó a ser el maestro de oratoria que reconocemos en sus Filípicas. Al parecer, Napoleón padecía úlcera de estómago (distinta de la úlcera española que le salió con el 2 de Mayo), pero la instrumentalizó muy sabiamente para procurarse una figura apuesta mientras mitigaba el dolor apretándose el estómago con la mano enfundada en su chaleco.



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