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Pgs. 1    2    3

El padre Pirrone era un jesuita en la nómina de casa Salina. Procedía del convento que su orden tenía en Palermo. Su cometido era administrar liturgias propias de órdenes menores, tales como el rezo del rosario en familia, esparcir consejos piadosos y, si algún pecador se dejaba, confesarlo. Mientras vivió el Príncipe nunca hubo oratorio en la casa, así que todos, el capellán incluido, tenían que ir a misa a la iglesia. Lo del oratorio en casa vino después de la muerte de don Fabrizio.


Esta moda ya la había registrado Pascal en sus Pensamientos hacía dos siglos:

Lo único que hay que temer es la muerte repentina, y esta es la razón de que los confesores vivan siempre en casas de los grandes.

La mejor manera que he encontrado para describir al padre Pirrone es copiar lo que de él cuenta el narrador con ocasión de encontrarse el jesuita en medio de una reunión un tanto controvertida:

El padre Pirrone, se había convertido en sabio musulmán y cruzando cuatro dedos de su mano derecha con cuatro de su mano izquierda giraba los pulgares uno en torno a otro, invirtiendo y cambiando la dirección del giro con una ostentación de fantasía coreográfica. El silencio duró largo rato y el príncipe se impacientó.

Voy a nombrar como penúltimo personaje al colectivo de las tres hermanas. Las tres hijas que sobrevivieron al Príncipe Fabrizio quedaron propietarias pro indiviso de Villa Salina e, inmediatamente, se dispusieron a crear en ella un oratorio privado.


Con la inestimable ayuda de la tía Rosa, una vieja gorda y medio monja, llenaron de reliquias la capilla, pero la Jerarquía empezó a mosquearse de tan alta concentración de piedad, y abrió una investigación. El colectivo de hermanas se enfadó mucho y una de ellas llegó a decir:

“Este Papa es un turco”.

Cómo terminó la cosa es irrelevante, pero a mi me recuerda lo que se contaba a propósito de Pablo VI cuando clausuraba el Concilio Vaticano II. Siempre había algún católico ultramontano que pedía oraciones a los fieles para la conversión del Papa (total, porque el concilio había decidido que la misa había que decirla de frente y no de espaldas). También tenía su gracia lo que se decía en España por entonces: “Cuando hicieron papa a Pablo VI, a Franco lo hicieron papilla”.


Esto de las reliquias tenía ya una tradición pintoresca. Copiaré lo que leí en el libro de Russell Shorto titulado Los huesos de Descartes.     

En 1754 había cuatro cráneos o fragmentos de cráneo supuestamente pertenecientes a Descartes (Pg. 179). La situación empezaba a parecerse al tráfico de reliquias de comienzos del cristianismo. Refiriéndose a ese tráfico, Calvino escribió, con protestante desprecio, que había suficientes fragmentos de la “vera cruz” circulando por Europa como para completar el cargamento de un barco.

Acabo de leer un libro en el que hay un tal Pujol del que se habla muchísimo; mucho más que de cualquier otro. Fue en su tiempo muy honorable pero había dejado de serlo, a pesar de haber dispuesto de oratorio propio. De esto que digo ahora no tengo constancia pero no me extrañaría que en dicho oratorio tuviera alguna reliquia de Antonio Pérez con la bendición del Abad de Montserrat.


Y llego, por fin, al último personaje. Éste es de ficción y se llama Narrador. Es como un negro que, por cuenta del autor, narra lo que pasa en cada capítulo. Es, a fin de cuentas, el propio autor enmascarado. Es diferente a mí que, lo que hago, es escribir el libro que he leído.


A mí se me permiten ciertas licencias que al narrador le están vetadas. Pondré un par de ejemplos. Cuando antes hablo de una moto vendida utilizo un modo coloquial del siglo XXI; pero esto no tiene importancia porque no forma parte de la novela. Y lo hago a sabiendas de que en el siglo XIX no había motos en Sicilia.


En cambio, el narrador tiene prohibido decir esto que sigue, en el Noviembre 1862 de la novela; pero lo dice:

En el techo los dioses, reclinados sobre dorados escaños, miraban hacia abajo sonrientes e inexorables como el cielo de verano. Creíanse eternos: una bomba fabricada en Pittsburg, Penn., demostraría en 1943 lo contrario.