El excelso poeta y conde de Villamediana tenía fama de golfo. Era el gentilhombre de la reina y correo mayor del reino. Veamos cómo lo describe nuestro autor: “… seguía siendo el poeta satírico mordaz, el prócer arrogante, lleno de audacia, de corrupción, de insolencia y desenfado; el tenorio eterno, a pesar de no ser ya un joven. Y se destacaba en aquella corte frívola y disoluta por la viveza de su ingenio, la elegancia y gallardía de su porte, la amenidad y gracejo de su lenguaje y su proverbial galantería con las damas, no menos que por la amenidad de su humor, el alarde de sus vicios y el atrevimiento de sus palabras y actos”. Además era diestro jinete, luchador bizarro y hábil rejoneador.


     Total, justo lo que convenía a la reina, educada de joven en la alegre corte de su padre Enrique IV (ya recuerdan, el hugonote de París bien vale una misa). Vox populi decía que la reina y su gentilhombre se entendían, o que al menos el conde la pretendía de amores. Y no hacía falta que nadie lo dijera: el rey había encontrado en el conde la horma de su zapato.


     Pero como lo que nuestro autor quiere contarnos es cómo se divertía el rey y no la reina, pues una buena noche el conde fue asesinado en la calle Mayor. Quevedo, enemigo de Villamediana describe el hecho con minucioso lujo de detalles. Todo el mundo coincidía en que el inductor fue Olivares, también irreconciliable enemigo de Villamediana: parece que él predispuso al rey, que ya estaba bastante mosqueado. Y todos los poetas echaron su cuarto a espadas en la ocasión: Góngora, Lope, Ruiz de Alarcón, Jáuregui, Hurtado de Mendoza, Mira de Amescua …


     Otro que no perdía ocasión de echar incienso y ducados (de los contantes y sonantes) sobre el monarca, era el duque de Medinasidonia, gentilhombre y cazador mayor del rey. El lector podrá disfrutar de un largo viaje del rey a Andalucía que duró más de dos meses y fue patrocinado por dicho duque; los víveres y ducados de sus súbditos fluían generosamente hacia el rey y su séquito que disfrutó a plena satisfacción de diversas cacerías en el Coto de Doñana.


     Semejante despilfarro resintió la fortuna de su sucesor en el ducado que en 1637 debía dirigir la operación militar contra el sur de Portugal sublevado. Fuera por falta de efectivos militares o por connivencia con los sublevados, aquella operación fracasó. En 1641 el duque estaba conjurado para hacerse proclamar rey de Andalucía con apoyo del flamante rey de Portugal,  Francia y Holanda, al socaire de los aires independentistas que barrían todo el imperio (Cataluña, Portugal, Nápoles y Sicilia, etc.). Intervino Olivares (pariente del duque) para que Felipe IV perdonara al de Medinasidonia  a cambio de su exilio y una multa de 200.000 ducados que pagó como donativo al rey.


     Naturalmente, El Conde-duque de Olivares y señora no iban a la zaga de nadie en facilitar diversiones al monarca. El valido era el primer interesado en tener bien entretenido al rey para poder ejercer él todo poder. Lo que montaron para las fiestas de El Buen Retiro no hay que explicarlo porque cualquiera lo puede ver hoy en día. Es la reliquia más gozosa de Madrid: el parque del Retiro. Los palacios han desaparecido, pero no importa mucho porque su belleza era bien escasa; en cambio queda el Casón del buen Retiro con los frescos originales de Lucas Jordán y, no lejos de él un árbol trasplantado de América con una fronda inigualable (pariente mayor de esos que se bañan todo el año en el estanque frontero al palacio de cristal).


     El otro edificio de importancia aún superviviente es el actual museo del ejército que albergaba el Salón de Reinos, lo más representativo de la Corona, y que servía para la recepción de embajadores y altos dignatarios. Estaba decorado con 62 pinturas, de Velázquez en su mayoría.


     Lo que también ha desaparecido, y no hace tanto, es la Casa de Fieras, que fue en su día regalo de la conde-duquesa. Era conocida aquella como la Pajarera a causa de la gran cantidad de aves exóticas procedentes del mundo entero, y por las que la de Olivares sentía debilidad. Bueno, también estaba el elefante, para el que se hizo construir un canal desde el estanque principal a fin de que el paquidermo pudiera bañarse a placer.


     El Buen Retiro tuvo, pues, dos polos de crecimiento pre-existentes: Los Jerónimos junto al Prado, y desde tiempos de los Reyes Católicos, y la Pajarera.


     Ese estanque principal y sus aledaños era el centro de las alegres fiestas de intemperie, porque para las de interior estaban palacios y teatros. Naumaquias, fuegos de artificio, óperas con atrevidos efectos especiales, luminarias, farsas y música acuática, conciertos, y cien invenciones más. Y en la plaza Mayor, corridas de toros (los toreros no eran profesionales de a pie como ahora: eran los propios nobles caballeros de rejones en sus briosos corceles), juegos de cañas, o mascaradas por las calles, con tablados de baile para disfrute del buen pueblo llano. En los viajes reales a provincias, todo eso y mucho más: En Zaragoza p.e cabalgatas, encamisadas, toros encohetados (con cohetes en los cuernos y la cola), etc.


     Cualquier ocasión daba pretexto al jolgorio de lujo con ostentosa exhibición de nobles y cortesanos: ya fuera la canonización de San Ignacio, la visita del Píncipe de Gales o la llegada de un embajador. Y no digamos ya si se trataba de recibir a la novia del rey que venía a casarse desde Austria … No hay duda de que en estas materias, Felipe IV estuvo a la última en su época e incluso se adelantó un tanto: disfrutó de su propio Versalles y fue un precursor del Handel de la música acuática o de la compuesta para unos fuegos artificiales.


     Un paréntesis: El príncipe de Gales (después Carlos I de Inglaterra) vino a Madrid (1623) en viaje de negocios invitado por Felipe IV que intentaba casarlo con su hermana la infanta María. Después de más de cinco meses de estancia en Madrid y cargado de regalos y de admiración por el Real Sitio de Aranjuez, el príncipe inglés regresó a su país, pero el negocio no prosperó; las arcas reales se resintieron de tanto dispendio, regalos y jolgorio. Y los ingleses siguieron con su tradicional hostilidad a nuestras costas. Pero Hampton Court se enriqueció con las ideas que Carlos I se trajo del Tajo de Aranjuez para llevarlas al Támesis del incomparable Real Sitio inglés (donde, por cierto, nuestro Rey Prudente pasó su luna de miel con María Tudor).


     Hablé más adelante de una excepción en la nómina de aduladores. Es hora de referirse a María Coronel y Arana, más conocida como Sor María de Ágreda. Era rigurosamente coetánea de Felipe IV  pues había nacido tres años antes que él y murió cuatro meses antes. No confundirla con la famosa Dª María Coronel esposa de Guzmán el Bueno.


     Nunca salió de su pueblo ni de su convento de Concepcionistas una vez entrada en él; allí fue abadesa desde los 25 años. Fue ascética, mística, inteligente, discreta, austera, honesta e interesada en el destino de su patria; además de excelente escritora, estaba dotada de una aguda capacidad para la percepción sicológica.


     Compárense estos rasgos con los que ya conocemos del monarca, para llegar a lo más asombroso de todo. El rey se fue a ella por propia iniciativa en 1643 yendo de paso hacia Aragón con motivo de la Guerra de Cataluña. Su correspondencia epistolar duró nada menos que 22 años. Como si fuera un adelantado del correo electrónico, el rey le pidió que le respondiera en el margen de su original. Y ella se guardaba copia de lo que escribía. A oídos del rey había llegado la fama de la monja cuando la Inquisición, que le había incoado proceso por uno de sus libros, la absolvió al no encontrarla culpable.


     La correspondencia trata de todo lo habido y por haber: lo íntimo, la política, lo personal, la guerra, la relación con los demás… Como la de Ágreda era pacifista y dialogante siempre tendía a evitar la guerra, pero llegado el caso, daba incluso consejos sobre táctica militar. Asimismo influyó en la caída de Olivares que era bastante belicista. Su condición dialogante se pone muy bien de relieve en esta su astuta sentencia: “En el tiempo presente, sería mejor igualarlos a todos oyéndoles, de suerte que cada uno piense es el más allegado”.


     Para terminar, habrá que decir que tanta sabiduría debía provenir de su propia inteligencia, de su experiencia de trato en el convento y de la lectura de la Biblia; de ahí emanaba su discreción, buen sentido, tacto y mesura, eso que tanto prodigó con su interlocutor. No se puede decir que lograra un gran éxito con el rey planeta, pero seguramente a España le habría ido peor aún sin su intervención.



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