TÍTULO:  El rey se divierte

AUTOR: José Deleito y Piñuela

EDITORIAL: Espasa Calpe, 3ª edición, 1964


     El autor, que vivió entre 1879 y 1957 le añade al título un complemento que llama Recuerdos de hace tres siglos. Ello ayuda al lector a completar la visión de lo que pasaba en tiempos de Felipe IV (Valladolid 1605, Madrid 1665) que era el rey que se divertía.


     A medida que leía el libro y tomaba conciencia de la sensibilidad, objetividad, equilibrio y contención, amén del rigor histórico de su contenido, me fui interesando por su autor que para mí era desconocido. Me resultaba extraño que un historiador de su categoría, que había vivido en España hasta su muerte, no fuera citado y reconocido.


     No tardé mucho en averiguar que había sido un hombre de la Institución Libre de Enseñanza y que, terminada nuestra guerra civil fue represaliado por los censores que en el ejercicio de su oficio suelen ser más papistas que el papa. Se le apartó de sus clases en la universidad (su auténtica vocación era la enseñanza) y gracias a la intervención del ministro de educación Ibáñez Martín y del marqués de Lozoya, director general de bellas artes, pudo dedicarse a la investigación histórica. Con lo cual él se resintió en su propia satisfacción, y los lectores del común salimos ganando con la oportunidad de poder leer un libro tan excelente como el que comento.


     El profesor Deleito dice haber tomado prestado el título de su libro, del drama de Víctor Hugo que con el mismo nombre se refería a otro rey, francés en este caso y mortal enemigo del bisabuelo de nuestro protagonista, el emperador Carlos V: Francisco I.


     Para mi gusto, el mayor mérito del libro es que, en una masa fundente que son las diversiones del rey, se deja percibir todo lo mucho que se coció en los 44 años de reinado de Felipe IV: política, guerras, usos, costumbres y realidades del pueblo español, los cotilleos del corazón, el ocaso de un imperio, los personalismos …


     Copiando al autor, hay que resumir que muestra a “Felipe el Grande en toda su pequeñez de tenorio habitual de bajo vuelo y contrito devoto; de pecador arrepentido e incorregible; de sempiterno gozador de fiestas ostentosas, viajes, deportes, cacerías y espectáculos maravillosos, en aquel nuevo recinto de placer que fue el Buen Retiro”.


     El tenorio habitual engendró muchos hijos legítimos, 7 en su primer matrimonio con Isabel de Borbón y 6 en su segundo con Mariana de Austria. En cuanto a sus bastardos, al menos 6 llegaron a la madurez con buena salud y todos “bien colocados” aunque no reconocidos. Los más conocidos llegaron a ser obispos, generales, gobernadores, frailes, superioras de sus conventos, etc. Aparte de los 6 hijos naturales señalados, tuvo otros muchos, llegándose a contarle, según las distintas fuentes de rumor un total de 8, 23, y hasta 32 …


D. Juan de Austria, hijo del amor de su padre por el tetro y por la Calderona constituyó una excepción. Esta singularidad, unida a la fanfarronería del hijo obligaron al rey, a pesar de todo, a mantenerlo circunstancialmente a distancia (en sentido literal, pues lo tuvo confinado en Consuegra) siempre que intentó subírsele a las barbas.


     Este otro D. Juan (de Austria, homónimo del hermanastro de Felipe II, el abuelo de nuestro protagonista) también hizo de las suyas. Por ejemplo, en Nápoles, tuvo una hija natural con la hija del famoso pintor José Ribera, el Españoleto.


     Pretendiendo suceder a su padre en el trono, intentó casarse, sucesivamente, con dos hermanastras suyas, una de ellas la que habría de ser la esposa de Luis XIV de Francia. Llegó a consultar insistentemente a los teólogos de Lovaina si el Papa no consentiría un incesto para garantizar la sucesión en varón, del trono de España … Nunca dejó de intervenir, en la medida que le dejaban, llegando a ser, según algunos historiadores, el árbitro de España en el reinado de su otro hermanastro y sucesor de su padre, Carlos II.


     Se suele decir, y nuestro autor no es una excepción, que la degradación genética de las familias reales de la época se debía a motivos de consanguinidad. El caso de Felipe IV es uno más, pero me gustaría notar que no fue ésa la única causa. Como hemos visto, el rey casó dos veces y de ambos matrimonios tuvo prácticamente el mismo número de hijos (7 con Isabel de Borbón y 6 con Mariana de Austria). Pues bien, tanto de uno como de otro matrimonio sólo cuajó en madurez un hijo, ya que nadie sostendrá que el sucesor Carlos II fuera una persona lograda (me estoy refiriendo siempre sólo al físico).


     Los dos hijos a los que me refiero son: de Isabel de Borbón, la infanta María Teresa, pretendida incestuosamente por su hermanastro D. Juan de Austria, y luego casada con su primo Luis XIV. De Mariana de Austria cuajó la infanta Margarita María, la deliciosa protagonista central del cuadro de Las Meninas, que se convirtió en emperatriz de Alemania por matrimonio con el emperador Leopoldo al año siguiente de morir su padre Felipe IV.


     Hay que añadir que en el primer matrimonio no había caso de consanguinidad, aunque sí en el segundo: Mariana de Austria estaba destinada a casarse con su primo el príncipe Baltasar Carlos (inmortalizado por Velázquez) pero al morir este príncipe, su padre el rey se casó con ella, con su sobrina, con la que iba a ser su nuera … “Las niñas” llamaba Felipe IV a las bien compenetradas María Teresa, hija suya, y Mariana, su mujer (además de sobrina y nuera que no fue).


     Como se ve, todo muy liado familiarmente con la mayor naturalidad. Se decía, en cambio, que con los bastardos todo iba mejor. Es posible que fuera algo mejor, pero no tanto. La proporción entre bastardos cuajados conocidos y habidos según rumor no difiere mucho de la proporción entre legítimos.


     Es indudable el peso de la consanguinidad en el deterioro genético. Siempre recuerdo a este respecto el triste espectáculo que presencié más de una vez en campos de Palencia cuando una oveja rezagada del rebaño, acompañándose de balidos lastimeros trataba de avivar a su cordero recién nacido muerto. Me informaron de que el hecho era habitual porque en la comarca había un centro de inseminación artificial que si bien hacia el vértice de la pirámide genética producía efectos benéficos, la consanguinidad de los rebaños, pirámide abajo, producía efectos nefastos.


     Lo que era indudable en aquel siglo XVII es que había una alta mortalidad infantil, una esperanza de vida baja y una medicina muy elemental y hasta perniciosa habría que añadir, consistente las más de las veces en practicar sangrías que solían terminar agravando la situación del enfermo.


     A su cualidad de tenorio de bajo vuelo añadía Felipe IV la de tacaño redomado, puede que alimentada por el hecho de que, dado su poder, todos le hacían la rosca y le salían gratis. Velázquez no era cerca de él lo que es ahora; se trataba de un empleadillo palaciego de poca monta, que estaba pluriempleado para pintar porque, eso sí, Felipe IV tenía buen olfato para el arte, tanto musical, pictórico como literario.


     Como digo, la falta de liberalidad se apoyaba en la liberalidad de los otros, siempre interesada, naturalmente: de Olivares y señora, del duque de Medinasidonia, etc.


     Para sus cortesanas no usaba de mayor largueza. Cuenta nuestro autor que a una de ellas pagó su servicio con 20 escudos. Ella, encolerizada por la ruin paga se disfrazó de hombre y en tal guisa consiguió audiencia privada con el monarca. Cuando estaba en ésta le tiró sobre la mesa una bolsa de 2.000 escudos: “Así es como pago yo a mis queridas, le espetó”. Lo que no dice el libro es si el rey no se quedó la bolsa pensando: “… Bueno, con esto ya tengo para otros 100 polvos más …”


     Por cierto, en Freud se puede leer cómo en su tiempo esta última expresión se usaba en Austria con la misma intención que en España. Ignoro si en ello tendría algo que ver el hermanamiento dinástico que hubo entre ambos países.


     Hablaba antes de personalismos; su nómina era extensísima y con una sola excepción se ejercitaban y pugnaban entre sí por hacer la pelota al rey.


     No hay que olvidar que era éste, al frente del imperio más grande del orbe, el hombre más poderoso de la tierra. Así, desde los enanos y bufones hasta Lope de Vega se esmeraban en su cometido. Con ocasión de la jura del Príncipe Baltasar Carlos, Calderón describe a los infantes como luceros, como aurora a la reina, y como sol al rey. El Rey Planeta era llamado por sus cortesanos, y se quedaban cortos. Lo de Rey Sol fue oficialmente acuñado entre los suyos para el yerno de nuestro rey, Luis XIV de Francia. En todas partes cuecen habas!


     Imposible reseñar aquí las intervenciones de tan egregia y dilatada nómina en la que participan todos los grandes de nuestro Siglo de Oro. El lector tendrá ocasión de mezclarse con ellos.


     Pero sí me referiré a un extranjero: nada menos que el italiano Galileo. Hubo éste de resolver el gesto vanidoso que Velázquez plasmó en el lienzo, trasplantándolo a la escultura. Se trataba de la efigie ecuestre del rey sobre una montura que corveteaba. El escultor era Pedro Tacca, el mismo que terminara la escultura ecuestre de Felipe III. Ésta, que había sido empezada por Juan de Bolonia es la que ocupaba el centro de la plaza mayor de Madrid cuando se implantó la República de 1931. Lo primero que hicieron las fervorosas turbas para festejar el acontecimiento fue destruir con explosivos esa estatua. La que hoy señorea la plaza mayor es la restaurada por Juan Cristóbal.


     Pues bien, Galileo dio al escultor la idea de hacer macizos la cola y cuartos traseros del caballo y hueco el resto de la estatua. Ésa es la montura de Felipe IV que hoy vemos en el centro de la Plaza de Oriente, delante del palacio real.

     

                                                                                                



                                                                                                                                                           SIGUIENTE

PAG. 1 / 2

QUIÉN hay detrás

QUÉ hay detrás

INICIO

Pgs.  1    2