Pg. 26: vamos situando nuestra vida en los productos y nos perdemos los procesos.

     Es muy importante clarificar la confusión que se suele dar entre producto y proceso. Tomemos el ejemplo de un viaje. Cuando yo lo contrato con una agencia, mi producto (por lo que pago) puede ser estar viendo gran cantidad de obras de arte en destino. Para otro será apreciar el paisaje que se le ofrece mientras viaja y durante la estancia. Para aquel, en cambio, que le lleven a comer a buenos restaurantes y a ver fiestas especiales, etc: En todos los casos el proceso de cada disfrutador de su producto será la gestión que haya hecho para conseguirlo.

     Para la agencia de viajes, en cambio, el producto es el “paquete” que vende al viajero (y por el que cobra). El proceso de ese su producto es todo el trabajo que desarrollan los empleados de la agencia para compaginar horarios, reservas, ofertas de precios, etc.

     En una fábrica, el producto es lo que sale de ella, facturable al cliente externo. El proceso es lo que se necesita para que eso pueda ocurrir. Los procesos no están para recrearse (DRAE: divertir, alegrar, deleitar) en ellos mientras se ponen en obra. En lo que sí hay que recrearse (DRAE: crear o producir algo nuevo) es en la concepción y diseño del proceso a fin de que cuando se ejecute, no se despilfarre tiempo ni energía.

     Esto me recuerda aquel gracioso gag de Emilio Aragón en que un tipo se asomaba al borde de la acera para buscar un taxi: se recreaba tanto en el proceso de búsqueda que, cuando veía aparecer a lo lejos la luz verde de uno, lo llamaba en gregoriano: ♬ Taxi ii, iiii, i, iiiii … Naturalmente, no pescaba ni uno!

     Otra cosa es el desinterés de la gente por la belleza que nos descubre la curiosidad. Viajamos como maletas en bodega. Y lo que es más grave: el mercado nos alienta a ese maletismo consumista. Vengo apreciando en los últimos modelos de coche una notable e intencionada reducción de la superficie de ventanillas. Mucho me temo (ahora nadie da puntada sin hilo) que sea para que los viajeros, en lugar de mirar el paisaje, se entretengan con los juegos y películas infumables que se pueden ver en las pantallas situadas tras los reposacabezas delanteros.

     ¿Alguien ha visto alguna vez que uno, viniendo de Frankfurt a Madrid, se asome por la ventanilla del avión para contemplar el espectáculo único de ver al mismo tiempo el Circo de Gavarnie y el Valle de Ordesa? No, porque hoy, todo el mundo viaja mentalmente metido en la bodega de equipajes!

Pg. 29: Las metas deben ser acordes con las posibilidades. Cuando una meta acapara todo nuestro tiempo posiblemente estamos haciendo algo mal.

     Consciente de mis limitaciones, odio jugar al ajedrez, o a lo que sea, con reloj. Reconozco que Kronos es inevitable, pero me causa mucha tensión. Por eso veo muy mal cómo a los niños, incluso en las mejores escuelas, se les fuerza a la competitividad; se dice, que es para prepararlos para la vida que es lucha (o sea, para perpetuar nuestro bendito modo de vida). Esto es lo que es, pero no lo que debería ser: la vida debería ser sosiego. En esto estoy plenamente de acuerdo con María Novo.

Pg. 33: Hemos perdido el gusto por las cosas sencillas, porque casi todas ellas son gratuitas o cuestan muy poco, y por eso la publicidad no nos incita a disfrutarlas.

     Es el caso de una puesta de sol o el de la benéfica agua oxigenada H2O2 de toda la vida.

Pgs. 39 a 43: FLUVIOFELICIDAD.

     Tengo la impresión, María, de que tu amigo Javier se ha equivocado de Distrito Universitario. Podría estar enseñando hidrogeología en Inglaterra o Alemania y sería fluviofeliz sin necesidad de “criticar esas grandes obras faraónicas de presas y embalses …”

     Siempre me llamó la atención el lugar destacado que ocupaba España en el ranking mundial de grandes presas construidas (en España tenemos muy buenos Ingenieros de Caminos). Con ocasión de la lectura de este capítulo he intentado ponerme al día comparando España con otros países húmedos “de primera”, y no lo he conseguido. La causa: esos países no las necesitan.

     A las grandes presas españolas les pasa lo que a la democracia que es, se dice, el peor de los sistemas políticos, si descartamos todos los otros. Las presas son, en España, la peor solución al problema del agua, si descartamos todas las demás.

     Las presas entrañan el riesgo de su destrucción accidental con consecuencias que será mejor callar y tienen los problemas de la colmatación, de lo invasivo, de la evaporación, etc. Son ciertamente un mal, pero un mal menor. El mal mayor sería no tenerlas. ¿Alguien se imagina la vida en Barcelona o Madrid sin la presa de Sau sobre el Ter y de El Atazar en el Lozoya?

     Otra cuestión a discutir sería si Madrid y Barcelona tienen que ser tan grandes o si España debiera tener sólo 15 millones de habitantes para que no hicieran falta grandes presas … Esas grandes presas no van contra los ciclos de la naturaleza: van a su favor por ser hiperanuales. Además, si no existieran, tú, María, y tus amigos las echaríais de menos cuando de regreso a casa después de una excursión fluviofeliz, no pudierais ducharos.

     Y, sobre todo, no atentan contra la fluviofelicidad. Tan sólo es cuestión de cambiar la piragua por una pequeña embarcación a vela que, esa sí que va despacio, despacio, sobre todo si el viento sopla flojo sobre el embalse.

Uno se pregunta ingenuamente por qué admiramos tanto, al extremo de guardar en museos, las reliquias de la alfarería prehistórica y en cambio criticamos tan acremente nuestras modernas presas: la idea, emanada del cerebro humano, es la misma. Una polémica distinta sería la de valorar el uso que se hace del agua que guardan: ¿Para regar campos de golf? ¿Para regar hectáreas que produzcan cebada cervecera destinada al botellón? …

Pg. 45: PRODUCTIVIDAD

El problema del tiempo es un problema de despilfarro: derrochamos demasiadas horas en cosas y acciones que no nos producen bienestar ni ayudan a los demás.

     A mí me recuerda esto lo de aquel que observaba a unos empedernidos jugadores de cartas que una vez dijo entre partida y partida:”¡Hay que ver qué forma de perder el tiempo!”. A lo que uno de los jugadores respondió: ”Efectivamente, perdemos demasiado tiempo barajando”.

     El libro no pierde ocasión de enfrentarse a la productividad moderna por deshumanizante. Lo que ocurre es que hoy, como en el chiste, cada cual piensa de ella según su conveniencia. Así, el propio libro se contradice cuando en la Pg. 145 nos permite leer:

El médico y pensador Deepak Chopra nos aconseja que, como él, deberíamos acostumbrarnos a aplicar cotidianamente el principio de acción mínima y eficiencia máxima, con el cual ganaríamos tanto en tiempo como en bienestar.

     En esta línea ya me pronuncié antes al hablar de los procesos en su relación con los productos. El problema no es tanto de productividad (de eficiencia en el trabajo), como del reparto del fruto de esa productividad. Si éste se compartiera equitativamente entre el generador del producto y el receptor (usuario) del mismo, no habría nada que objetar, sobre todo si ese usuario fuera un menesteroso.

     Por fin, la penúltima contradicción, esta vez a cargo de Confucio:

Pg. 149: No desees que las cosas se hagan deprisa. No te fijes en las pequeñas ventajas. Desear que las cosas se hagan deprisa impide que se hagan bien. Fijarse en las pequeñas ventajas impide realizar grandes empresas.

     También Antonio Machado decía: ”Despacito y buena letra / que el hacer las cosas bien / importa más que el hacerlas”.

     Una contradictio in terminis entre calidad / cantidad hoy ya no tiene sentido. Cualquiera que haya trabajado con SPC (Control Estadístico del Proceso) sabe que ahora es posible la producción en masa con excelente calidad gracias a técnicas desconocidas hace nada. No se puede invocar la artesanía ignorando la automática.

     Pero es que si no se puede abandonar la artesanía en alguna actividad, es allí, precisamente, donde más se justifica el antiguo dicho inglés: “Mira por el penique (el de antes), que las libras ya se defienden solas”.

     Y la última contradicción:

Pg. 93: Me dirán que soy una hedonista pero, puesta a que me insulten, prefiero eso a ser llamada productivista a ultranza.

     No es necesario contraponer dos defectos a ver cual es menos perjudicial. Ojo con el hedonismo que nos puede llevar muy lejos y muy abajo!


     Como se ve en estas mis líneas, la pequeña joya del libro ha dado para mucho, y aún daría para más. Pero no quiero monopolizar la opinión: que el lector la ejerza también.

     Esta será mi última observación:

     Decía al comienzo que el libro de mi amiga María me parecía utópico. Ahora las recuerdo: Roma, Bra, Orbieto, Positano, Greve, Aviategrasso, Ferrara y Fano, son las ocho ciudades italianas que dan pie a esta despaciosa aventura. Aventura que, aunque sólo fuera por su raíz italiana tiene para mí garantía de éxito.

Mi vaticinio se apoya en la admiración que siento por Aurelio Peccei y por su utópico Club de Roma. El éxito de éste no ha llegado todavía, pero llegará, estoy seguro. Sólo tiene 40 años de vida, y no hay que apresurarse. Vayamos despacio. Pero vayamos.


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