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QUIÉN hay detrás

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La extracción que antecede y lo que diré luego de mi profesor de griego me llevan a una clarificación semántica de la palabra idiota.


La base gozosa en la que Aramburo asienta su ocupación de escritor es, como ha dicho alguna vez, la soledad. En esto, en quedarse apartado del común para poder escribir, es decir, en el hecho de desentenderse de lo público para atender a su privacidad creadora, se parece al griego clásico denominado como idiota: el que huía de lo social para ocuparse de lo propio. Herta Müller seguramente no insulta a nadie: habla por los clásicos griegos.


Sin embargo, el griego común, la lengua vulgar                 de cinco siglos después, extendió el significado de idiota a quien no se dedicaba a lo público porque no tenía formación para ello (era alguien inculto, zafio, ignorante …).


Un paso más, y nos plantamos en el siglo XVII cuando los términos idiota e imbécil pasan a la nómina de lo patológico.


Mi admirado profesor de griego don Benito Gaya Nuño era un hombre alto, erguido, pero fuertemente impedido. Se mantenía en pie con dificultad apoyado en dos largas muletas de madera, de las de sobaquillo. Su madre lo acompañaba siempre a todos los sitios y, los de séptimo le aupaban para acceder por los tres escasos escalones al portalón del Instituto. Gaya podía llamar idiota a un alumno que había metido la pata en alguna frase para reconvenir su ignorancia por no haber estudiado lo suficiente, no para insultarlo.


Por cierto, el apellido Gaya viene del catalán (del provenzal, alegre ), y mi amigo Juan Gayá me aclara que su acento se debe a la emigración del apellido a las Baleares de donde procede su familia.

Quienes tuvimos la suerte o la desgracia de nacer en la segunda mitad del siglo XX y después nos dedicamos con fortuna variable al oficio de expresarnos por escrito hemos pasado por las sucesivas etapas correspondientes a diversos avíos de escritura, empezando por el lapicero de la educación primaria …

Yo, que nací en la primera mitad de dicho siglo XX me voy a permitir un pequeño complemento para ayudar a quienes tienen propensión a la historia. Lo primero que recuerdo es la pizarra individual, con marco de madera y un agujero redondo en su lado menor para amarrar en él con una cuerda, el trapo de borrar. Y su complemento natural, el pizarrín, que rayaba la pizarra; después vino el pizarrín de manteca que sustituyó al otro y era agradablemente suave. La contraparte de la pizarra era la gran pizarra de pared que no era de pizarra sino de madera, pero pintada de negro. Luego se sustituiría por el encerado que también era más suave. La blanca tiza, siempre, en prismitas de sección cuadrada. También se la conocía por el nombre de crayón, derivado del francés craie, tiza. No hay que olvidar la dependencia que entonces se tenía del francés, desde luego, no tan grande como la que tenemos ahora del inglés. Como ejemplo añadiré que yo aprendí que la capital de Rusia era Moscou (con terminación pronunciada como o-u).


De la pizarra se pasaba al cuaderno renglonado para escribir en limpio con la plumilla mojada en el tintero; ésta se alojaba en un palo llamado portaplumas; la más común era de la marca corona que era de naturaleza simétrica aunque hubo otra con forma de hoz que no duró mucho. Menos aún duró la de cristal que tenía forma de pequeña peonza alargada con estrías un poco helicoidales que servían para retener la tinta que alimentaba su punta. La plumilla y la tinta roja permitían sacar titulares en letra gótica que quedaban francamente vistosos.


Por fin, la pluma estilográfica eliminó el tintero porque tenía la fuente de tinta dentro de sí: era la fountain pen inglesa que casi siempre te regalaban si habías hecho méritos suficientes.


Tiene Uramburu un artículo delicioso a propósito del conferenciante novato que recurre a expedientes curiosos para salir del paso en caso de apuro.

¿Cuántos, antes de hablar en público, se acogen al estímulo de los fármacos, el alcohol, los estupefacientes? Vaticino el derrumbe de muchas famas el día en que el gremio de los oradores haya de someterse a controles antidopaje.

Yo, que suelo hacer lectura rápida, me acabo de tropezar con algo curioso, tal como me ocurre casi siempre: con sólo haber cambiado una i por una a, he leído “Vaticano el derrumbe de  …” La realidad es que no sólo he cambiado dos vocales: también he cambiado una consonante (la c sibilante o fricativa de obstáculo dental y sonido ci) por otra velar (la c de sonido ca).


Lo de aquel conferenciante novato me recuerda a una amiga que padecía el síndrome de impotencia ante un público al que había de dirigirse. Alguien le había recomendado que considerara que las decenas de cabezas que tenía delante es como si fueran, todas, coliflores iguales. Y me aseguraba que la cosa le funcionaba.


Tiene Aramburu un artículo que me interesa resaltar por su valor. Lo titula “75 años de Nada”. No diré nada de él; me limitaré a dar el enlace en el que puede verse lo que escribí el año 2017 sobre la excepcional obra de Carmen Laforet .

https://caprichos-ingenieros.com/nada.html


Otro artículo muy interesante, del mismo autor es uno en el que da a entender que la materia prima del hombre es la palabra. El lenguaje, en definitiva. Estoy de acuerdo pero, como el lenguaje tiene muchas vertientes y una que interesa mucho al autor es su aplicación a la política, que es cuestión que a mí me tiene saturado al presente, me voy a fijar en otras aplicaciones de mi propia xperiencia.

<Que levante la mano quien no haya ejercido alguna vez de policía lingüístico.>